AS voces ancestrales son siempre mentirosas. Es una de las pocas certezas en esta vida, además de la muerte y los impuestos. Pero, ¿por qué tendemos a cambiar nuestro pasado? Mentirse a uno mismo no parece en principio muy útil. ¿O sí lo es?

Una particularidad de nuestra mente es su capacidad para añorar situaciones que nunca fueron reales. Retocamos recuerdos hasta convertirlos en ficciones, historias ad hoc que pueden luego tener un peso decisivo en nuestra vida. A veces, nos conviene creerlas por interés. Otras, para olvidar algo que nos resulta desagradable. Otras veces nos sirven para integrarnos en una sociedad que las comparte. Siempre refuerzan nuestro amor propio.

Pero la creencia en ellas tiene un efecto negativo: condiciona la memoria de nuestros descendientes, pues les transmitimos falsedades. Si la historia es maestra de la vida ¿qué van a aprender nuestros hijos de una mentira? Seguramente, nada.

¿No me creen? Pongo un ejemplo de aquí. Durante cientos de años, las gentes vascas serias y doctas defendieron el tubalismo, el vascocantabrismo y la singularidad primigenia como hechos históricos. Eran fábulas creídas no solo por las personas sencillas sino hasta por los letrados que las iban adaptando a las necesidades de cada siglo. Tal fue su éxito que hubo quién siguió defendiéndolas -modernizadas- hasta el siglo pasado. Lo de "los vascos no datamos" hay gente que aún se lo cree hoy.

La pervivencia real de visiones imaginarias sobre nuestro pasado que nos hacen diferentes y mejores a los demás es muy común en los países modernos. Para captarla, basta leer los comentarios de los lectores en los medios de comunicación sobre cualquier noticia polémica para darse cuenta de hasta qué punto nos gustan los mitos y la buena opinión que tenemos sobre nuestro pasado y mala opinión que tenemos sobre el pasado de los demás, claro. Pues en eso estriba la diferencia: cada uno tiene sus "voces ancestrales" propias... Y siempre son dañinas porque mienten.

El pasado inventado puede ser personal o colectivo, recreado sobre hechos que alteramos o inventado por completo, pero siempre nos es favorable y nos recompensa de alguna manera. Otro ejemplo: pocos meses después de cualquier elección la mayoría abrumadora de votantes recuerda haber votado al partido vencedor aunque éste lo haya sido por los pelos. Es tan gratificante acertar el caballo ganador que recordamos haberlo hecho. Total, es solo una mentirijilla. Lo malo es que al final nos las acabamos creyendo todas, las grandes y las pequeñas.

Cuando una sociedad sufre hechos traumáticos como una guerra, un desastre o un acontecimiento terrible como puede ser la actual pandemia, indefectiblemente se empieza poco a poco (hemos empezado ya) a reelaborar la historia y nuestra participación personal o colectiva en ella para magnificar nuestros aciertos y difuminar nuestros fracasos. Con ello es seguro que acabamos sintiéndonos mejor, pero evitamos aprender las lecciones que los hechos reales pueden enseñarnos. Nos quedamos con los juegos florales y el autobombo.

¿Qué nos ha traído esta pandemia? A nivel general, millones de seres humanos se han contagiado del nuevo coronavirus y cientos de miles han muerto. Un número indeterminado sufrirá graves secuelas. La economía mundial ha pegado un salto atrás de años, muchas empresas van a cerrar y mucha gente perderá sus empleos. El paro y la pobreza van a crecer en casi todos los países. Un desastre del que nos costará años recuperarnos.

Pero una pandemia era un problema previsible, que podía surgir en cualquier momento desde hace tiempo, del que muchas veces se había hablado y escrito y que a poca gente informada (los expertos de verdad, no los amiguetes cogidos a lazo para rellenar un Comité dócil) pudo cogerle por sorpresa: ya había habido antecedentes cercanos y era de esperar antes o después una pandemia provocada por un nuevo virus en una sociedad globalizada y con excelentes comunicaciones como la actual.

Por tanto, a nivel del Estado Español y de sus Comunidades Autónomas, entre ellas la nuestra, cabía estar razonablemente preparados para bastantes de sus desafíos y efectos (aunque no para todos, lógicamente). Por desgracia, no lo hemos estado en muchos aspectos. Y ahora que la ola está pasando (esperemos que no se repita) comienzan a aparecer los epígonos de las voces ancestrales, siempre empeñados en convencernos de lo bien que lo hacemos todo, para vendernos la historia bellamente arreglada de "las cosas bien hechas" en esta crisis y de la "sabiduría" de las decisiones que nos han traído al final de la pandemia.

Lo siento, pero la verdad es amarga: habremos acertado en algunas cosas, pero en muchas otras, no; y los medios humanos y materiales, las medidas y decisiones adoptadas y nuestra capacidad de enfrentar una pandemia han dejado muchísimo que desear y mucho que corregir. Saldremos adelante pero costará y lo pasaremos mal (y eso contando con ayudas europeas).

Decenas de miles de personas que vivían junto a nosotros hace apenas tres meses ya no están, han fallecido. Son muchísimos, entre ellos miles de ancianos en residencias y hospitales. Y han muerto a veces aislados de sus familias y teniendo que ser enterrados -por necesidades sanitarias- en soledad y sin ceremonia, haciendo bueno aquel verso de Bécquer: "¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!".

¿Hay algo por lo cual sentir orgullo y presumir? Han muerto médicos, sanitarios, celadores, policías de diversos cuerpos, profesionales, técnicos, gentes de diversa edad, condición y situación. Y en muchos casos han muerto porque no pudimos impedir su contagio o tratarlos a tiempo y con los medios necesarios. Así que, en vez de auto-satisfacciones buenistas, mejor analizamos qué hemos hecho bien (lo habrá), en qué hemos fallado (¿alguien lo duda?) y cómo podemos mejorar. Porque tenemos qué mejorar. ¿O alguien cree que esto no se puede repetir?

Por una vez, dejemos de lado nuestra tendencia a adornar el pasado y nuestros hechos hasta convertirlos en ejemplares, renunciemos a la costumbre de olvidar lo errado y magnificar lo positivo y analicemos con frialdad lo que no hemos podido o sabido hacer, lo que nos ha faltado, lo que debemos cambiar, añadir o quitar de nuestro sistema de salud y administraciones, de nuestros mecanismos de reacción públicos y privados ante crisis como ésta y otras que puedan surgir en el futuro.

Se lo debemos a quienes hoy no están ya con nosotros. Por una vez, que sean ellos, las víctimas del coronavirus que no hemos podido salvar, nuestras voces ancestrales. Por primera vez, voces verdaderas. Las que nos demandan no ficciones e historias impostadas, sino análisis, profesionalidad, sentido común y capacidad de previsión y reacción. Para que nunca más se repita lo que hemos vivido estos meses...

* Apoderado en JJ.GG. de Bizkaia 1999-2019