IRCULA por las redes un artículo de Ramón Barea (no el actor) en la que, haciendo mención previa a que no nos solidarizamos con inmigrantes, negros, gais, pobres etc., afirma que los actos colectivos de apoyo desde los balcones no son solidarios. Nos deja, en síntesis, el mensaje que sigue: No, hijos míos, esto no es solidaridad colectiva; es miedo. Y sí, la verdad sea dicha, nos hemos unido porque estamos cagados. Porque con esto no solo pueden morir negros, maricones, inmigrantes o pobres, momentos y personas con que no nos solidarizamos, sino también nosotros. Pero el punto de partida es solo parcialmente cierto. Sin duda, la solidaridad es mayor -hay más gente más veces solidarizándose- cuando la misma hace referencia a comunidades, espacios, condiciones de vida, etc. de las que el activista solidario entiende que él forma parte que cuando la solidaridad se dirige en favor de otras comunidades, espacios, etc. a las que el activista solidario no pertenece. Más solidaridad, sí. Pero también es cierto que en este país hay múltiples y permanentes actividades colectivas más o menos directas y radicales dirigidas en favor de pobres, gais, inmigrantes, etc. en los cuales muchos de sus protagonistas no son miembros de esos colectivos. Estaría bien que hubiese más participación solidaria respecto a estos grupos marginados, pero es falso decir que la gente solo se solidariza cuando el asunto le afecta personalmente. No es así.

Sin embargo, lo que me parece una afirmación mucho menos sostenible es el punto de llegada, cuando niega determinadas formas de solidaridad y entre ellas la citada de los balcones.

Hay un acto de solidaridad colectiva cuando un conjunto de personas apoyan con mayor o menor intensidad y vitalidad la acción que están llevando otros. Existen momentos o movimientos de solidaridad colectiva cuando se comparte la convicción, entre los que apoyan y los que al tiempo son apoyados, de poder lograr los mismos objetivos. Existe solidaridad cuando en la acción colectiva en la que se participa no existe una relación directa, exclusiva y excluyente entre la demanda de la acción y un específico beneficio para el participante en la acción. Un acto solidario implica que los logros que se pretenden han de beneficiar a una comunidad real o potencial de agraviados . Pero también en cuanto el concreto individuo que expresa su solidaridad cree que el resultado (o aun solo su participación) es bueno asimismo para él.

En la opción solidaria siempre existe una relación -en evidente cambiante equilibrio- entre beneficio y gratuidad. Un trabajador que participa en una manifestación ligada a una huelga que exige un salario justo aporta gratuidad en tanto que no establece en su acto solidario una relación exclusiva entre su petición y el beneficio material que pretende, en cuanto que la demanda de mayor salario en la que participa supone un beneficio general para la comunidad de trabajadores. En la de un activista que se manifiesta en una denuncia colectiva frente a la muerte de migrantes en el Mediterráneo su aportación de gratuidad es plena (lejanía absoluta de beneficios individual), pero también logra en ese acto la satisfacción de sus convicciones personales sobre exigencia de justicia e igualdad. Sin duda, en este segundo caso la fortaleza de la gratuidad y el equilibrio a favor de la misma es superior, en cuanto que la dimensión del beneficio personal solo tiene carácter moral. Se nos presenta así una solidaridad más profunda, más conmovedora.

Existen, claro está, diferentes intensidades solidarias, pero en cualquier caso siempre hay actos solidarios cuando existe la convicción de la necesidad de actuar juntos en la búsqueda de un bien común. Y los hay cuando a tal efecto se articulen estrategias y acciones colectivas hacia ese fin común, mas allá de la mayor o menor presencia de las causas o intereses propios de los participantes.

Un trabajador amedrentado por sus condiciones de vida entra en un proceso solidario de confrontación colectiva. Que tenga miedo, ¿elimina la solidaridad del acto colectivo?

Una mujer herida por la violación de una amiga suya participa en una manifestación dirigida contra los violadores: ¿su dolor personal descalificaría la dimensión solidaria de su acto?

Si a partir de una convicción religiosa personal estricta y excluyente -yo soy de los pocos destinados a la salvación- alguien participa en un acto solidario en favor de una comunidad de marginados, ¿ese prejuicio moral personalísimo descalificaría la dimensión solidaria del acto?

En todo acto solidario existe una combinación entre emoción y razón. Ambas se relacionan y a su vez se retroalimentan a partir del agravio o sentir personal y de la acción colectiva. La solidaridad como acción colectiva dirigida a tener a su vez un resultado colectivo adquiere la dimensión de cultura significativamente presente en la sociedad cuando la práctica solidaria surge y opera como un hábito que no está directamente dirigido por emociones y aún razones originales.

En los actos de apoyo público de las noches existe la participación dirigida a rechazar la soledad sintiéndose miembros de una comunidad. Sin duda. Pero también es cierta la presencia en todos los procesos solidarios colectivos de la sensación, de la vivencia, de sentirse miembro de un grupo, de una comunidad, de un “nosotros” que se mueve (como puede) a favor de los otros que defienden a nuestra comunidad. Actuar solidariamente implica también el placer de la participación.

Si no fuese así, nos encontraríamos con una definición insostenible y además inexistente de la solidaridad. La definición que nos diga que solo hay solidaridad cuando aquellos que se mueven junto con otros o hacen sin ningún tipo de interés ni emoción personal y que su única causa de moverse es su amor infinito -más exactamente su razonado amor- a la humanidad. Así, en nuestro caso, habría solidaridad cuando el individuo situado en el balcón, como no tiene ningún tipo de emoción, se arroja por el balcón al grito de libertad para la humanidad. La exageración es evidente, pero una interpretación pura, falsa e inútil de este concepto nos puede llevar a este disparatado ejemplo.

Deberíamos preguntarnos, y yo mismo me lo pregunto, el porqué de estas reflexiones dirigidas a desmenuzar el concepto de solidaridad y a, en ultima instancia, a defender su presencia. No pretendo descalificar a Ramón Barea, que entiendo que puede tener razones (intuyo que algunas las comparto) para estar cabreado por lo que dicen que ocurre. Lo que pasa es que su cabreo le lleva a describir un escenario marcado por una sólida desesperanza.

Concluye Barea su artículo diciendo que “lo único que me gustaría es que esta crisis nos sirva para hacernos reflexionar y no solo para montar festivales”. Sin embargo, si es cierto lo que previamente ha afirmado de que no existe solidaridad colectiva, no sé muy bien desde dónde debemos reflexionar. Una reflexión pensando qué hacer en el futuro, que se sustente solo en actitudes y valores ligados a la defensa y exaltación individual de emociones e intereses, conduce a un futuro en el cual será dominante la lucha de todos contra todos, lo que en modo alguno va a cambiar el sistema. Al revés. Lo reforzará.

No creo que ese escenario futuro sea inevitable porque creo que existe una cultura solidaria que hoy se expresa (solo, por supuesto, una expresión limitada, pero expresión de solidaridad colectiva) en los balcones al anochecer, que permite que tengamos esperanza en que en un futuro tome cuerpo en una lucha solidaria hacia objetivos de transformación sistémica, que hagan si no irrepetible sí mucho menos dolorosa y mucho menos injusta una situación como la que estamos viviendo. Sin duda, la solidaridad deberá expresarse en objetivos y probablemente en prácticas también bastante más radicales. Pero también es evidente que si previamente esa cultura solidaria no existe nada va a cambiar.

* Catedrático emérito Ciencias Políticas de la UVP/EHU