PUES verán, mi imaginación se ha partido por la mitad. No sé qué inventar ni que soñar. El mundo parece girar al revés y soy incapaz de caminar al compás.

Noviembre -mes del otoño, de hojas caídas y lluvia- ha sido un disparate de gritos, vivas y focos. Los conciertos se han sustituido por voces cada vez más roncas que no puede afinar ni el mismísimo Ennio Morricone que intentase dirigir esta orquesta desparejada. Una orquesta que quiere concertar sin tener ni idea de qué es realmente un concierto.

En este tiempo -ajeno a la meteorología- hemos aprendido a convivir con soltura con todo tipo de inclemencias. Los esloganes publicitarios nos resbalan como gotas de agua. La cera, que con prontitud habíamos colocado en nuestros oídos, se ha derretido. El ruido se ha hecho ensordecedor y, en nuestra incredulidad, el silencio sonoro es la gran realidad. El día a día de los ciudadanos de este país va de un lado a otro, ignorando (porque no sabe) la dirección que ha de seguir. Es un problema tan grande que las palabras se pegan en el aire puñetazos sin haber subido a ningún ring de combate. La lucha en estos momentos es de unos contra otros. Nosotros somos una especie de masa de aire sin color ni cielo que oye sin escuchar.

Nos quedan pocas horas para el Aleluya, aunque desconocemos si ese Canto de la Alegría será de Handel o de Miguel Ríos. Nuestra buena voluntad ha alcanzado unos límites de prudencia absoluta. Al fin, pase lo que pase, nunca pasa nada. ¡Y si pasa, qué!