HA hablado el Tribunal Supremo, ha fallado duro, muy duro: Oriol Junqueras, exvicepresidente, 13 años; Carmen Forcadell, exvicepresident del Parlament, 11 años; Jordi Turull, exconsejero de Presidencia, 12 años; Raúl Romeva, exconsejero de Exteriores, 12 años; Joaquim Forn, exconsejero de Interior, 10 años; Dolors Bassa, exconsejera de Trabajo, 12 años; Jordi Sánchez, expresidente de la ANC, 9 años; Jordi Cuixart, presidente de Ómnium, 9 años; otros tres con penas inferiores, inhabilitados y multados evitarán ir a la cárcel. Aviso a navegantes. Bien, ¿y ahora qué? ¿Hay alguien que sepa qué hacer a futuro? ¿Alguien en su sano juicio piensa que se cumplirán las condenas en su integridad? Ciertamente, el listado de las interrogantes se puede extender hasta el mismo agobio y tristeza.

A veces es oportuno mirar por el retrovisor de la historia política. Volvamos, pues, la mirada al retrovisor catalán. El presidente Zapatero no fue todo lo valiente que pudo haber sido y no fue capaz, o no quiso -lo más probable es que fuese una mezcla de las dos posibilidades- cumplir la promesa que le hizo a Pascual Maragall en campaña electoral en Barcelona de respetar lo acordado por el Parlament de Cataluña. No cumplió lo prometido a pesar de haber logrado el nuevo Estatut (30 de septiembre de 2005) una abrumadora adhesión, el apoyo del 90% del Parlament. Zapatero no fue fiel a la palabra dada, quizás debido a que en el momento en que la comprometió no pasaba por su cabeza la posibilidad de ganar las elecciones generales. Incumplimiento de la palabra dada a una decisión adoptada legítima, libre, masiva y democráticamente por el Parlament. Un Estatut que suponía un claro avance con respecto al de 1979.

La gracieta de Alfonso Guerra se cumplió, el texto fue cepillado en el Congreso de diputados de Madrid. Lo resultante no fue lo aprobado -repito- por el 90% Parlament, pero también era evidente que el texto final seguía siendo razonablemente satisfactorio, suponía un sustancioso avance, mejoraba una financiación que preveía gestionar una importante cantidad de impuestos e instrumentos recaudatorios, ampliaba competencias, avanzaba en la equiparación de las lenguas catalana y española, planteaba un consejo de justicia de Catalunya, la Generalitat ostentaría de forma íntegra las potestades legislativas, reglamentarias y función ejecutiva, se incluía el término “nacional” referido a la bandera, la fiesta y el himno... En definitiva, era innegable que el Estatut era útil y provechoso, garantizaba mejor que antes nuevos y necesarios instrumentos para un marco autonómico que había dado muy buenos resultados para la sociedad catalana pero que obviamente después de 34 años se había quedado muy estrecho y todo ello -repito también- a pesar de que su tramitación en el Congreso de Diputados, rebajó los contenidos más ideologizados del Estatut para darle luz verde en pleno un 30 de marzo de 2006. El Senado dictaminó en positivo al poco. Tres semanas más tarde, un 18 de junio, los catalanes dieron el visto bueno en referéndum al nuevo Estatut con un casi 74% de los votos. Ganó el sí. Impecable cronología constitucional. Seny puesto a prueba, zarandeado pero victorioso. El nuevo Estatut llegó a ser Ley Orgánica de obligado cumplimiento y todo podría haber terminado así. Pero no.

A pesar del mencionado cepillado del nuevo Estatuto en su tramitación en el Congreso, muchos artículos continuaban siendo inasumibles para un PP que, entendiendo que España se rompía y cometiendo un tremendo error político, el 31 de julio de 2006 recurrió un centenar de sus artículos ante el Tribunal Constitucional, que se enfrentó así a una de las decisiones más trascendente de su trayectoria. Un TC, por cierto, sometido a vaivenes, tira y aflojas, tácticas, estrategias y manoseos entre el PSOE y el PP, politizado, sujeto a partidismos y cálculos electorales de los dos partidos mencionados.

El TC se encontró efectivamente ante un cruce de vías judicial que iba muchísimo más allá de la anécdota: se trataba ni más ni menos que de dictaminar sobre la relación entre Catalunya y el Estado. Un dictamen que afectaría sustancialmente al futuro modelo territorial de España. Es preciso insistir que tanto las instituciones como los partidos catalanes cumplieron escrupulosamente con las reglas de juego existentes. Es necesario subrayar que a pesar de esta impecable cronología constitucional, el PP había decidido oponerse desde los mismos comienzos, se desmarcó en el trámite parlamentario, votó en contra en el referéndum y culminó su torpeza presentando recurso al TC. Y, por último, es conveniente remarcar que el dilema para el TC era crucial, aceptación de la madurez democrática de un Estado plural o su bloqueo. Estaban en juego el espíritu del 77 que hizo posible la Transición y los pactos profundos que habían hecho posible los últimos treinta y pico años la España democrática. Pero el TC anuló catorce artículos y cuestionó treinta. Ello supuso romper las reglas de juego, humillar emocionalmente a Catalunya, manosear el seny y el pactisme, romper el consenso constitucional y cancelar un posible proyecto global de España; impedir, en definitiva, el encaje amable de Catalunya. El PP erró ante la historia y la política generando perversas derivadas, el mal político cristalizó cuando el TC enmendó la plana a un mandato aprobado por un 90% del Parlament, ratificado en el Congreso y Senado y reforzado por el plebiscito del referéndum. De aquellos polvos, estos lodos.

Todo lo ocurrido posteriormente es bien y largamente conocido y discutido: el tobogán de acontecimientos, el carrusel de desaciertos, la nula conciencia sobre el principio de realidad de unos y otros. Podemos desarrollar coloquios interminables sobre la judicialización de la política y la politización de la justicia, la malversación de fondos, sedición y rebelión, unilateralidad y bilateralidad, el seny y la raxa, sobre la plurinacionalidad de España, la sensatez o la insensatez de unos u otros, sobre los principios de legalidad, de democracia y de legitimidad. Podemos deliberar sobre la Declaración Unilateral de Independencia, sobre las conductas y hechos de Torra, de Puigdemont, de Rajoy, de Sánchez, de Casado, de Rivera y otros actores e instancias, podemos seguir elucubrando sobre el 155, sobre la Ley de Seguridad, sobre el 1-O. Y de las supuestas filtraciones. Sí. Por supuesto.

Pero y ahora, después de la(s) sentencia(s) del Tribunal Supremo, ¿qué? ¿Dónde nos encontramos? ¿Hacia dónde marchamos? ¿Cuáles son los siguientes pasos a dar? ¿Qué respuestas tiene la Política, con mayúsculas, ante este retorcido laberinto político sepultado bajo una auténtica losa de 100 años de cárcel? ¿Será la política capaz de gestionar esta delicadísima situación? ¿Estarán las instituciones catalanas y españolas a la altura de las circunstancias? Incertidumbres y nubarrones. Y todo ello a escasas jornadas de unas elecciones del 10-N abiertas donde las haya.

Las dudas, las dificultades en escribir las dos últimas líneas como colofón de líneas y reflexiones escritas previamente, cual guinda-resumen, suelen acompañar cada artículo. Pero normalmente las dudas para rematar lo escrito suelen ser resueltas con cierta rapidez. Sin embargo, esta vez esa resolución no surge. Aturdido políticamente, y quizás también algo nublado emocionalmente, en el remate al artículo apenas se conjuga en futuro un verbo transitivo: continuará. Porque un aspecto sí está claro. Y es una constatación histórica, machaconamente profética: la prisión no es la solución.

*Profesor