OÍ decir el otro día a una de las meritorias activistas de Astra que su sede se encuentra en una de las pocas edificaciones que se salvó del bombardeo de Gernika y me pareció que lo dicho merecía alguna precisión, no fuera que alguien lo atribuyera a la casualidad. La fábrica de armas Esperanza y Unceta se instaló en Gernika en 1912 con una subvención del Ayuntamiento. Posteriormente se disolvió en dos: Esperanza se trasladó a Markina, y Unceta y Cía. se quedó. La fábrica de utensilios de cocina Amurrio y Cía. se instaló en 1928. La Industrial Vizcaína, una alpargatería, completaba la lista de las que empleaban a los 600 obreros que el informe del alcalde José de Labauria, recogido escrupulosamente por Joxe Miel de Barandiaran el 2 de abril de 1938, consigna como las fábricas relativamente grandes en una villa que vivía básicamente del comercio. Los que planificaron el bombardeo con todo detalle son los que salvaron Astra y otras edificaciones y hasta viviendas, porque se iban muy pronto a servir de ellos o sencillamente porque los propietarios eran de los suyos.

La impunidad con la que diseñaron el bombardeo les permitió elegir y centrarse en lo que más daño hacía a la zona civil y residencial, en lo que mejor servía para minar la moral de la gente en una guerra concebida como total, y salvaguardar para sus intereses la zona industrial, la fábrica de armas Astra, la vía del ferrocarril, el puente. Dice el balance de Labauria que en la población urbana céntrica quedaron ilesas la casa de la viuda de Olazabal, la de los Allende-Salazar (hermanos: Juan y Ángeles), la iglesia de Santa María. Dice que “en los arrabales quedaron más casas ilesas, entre ellas la Casa de Juntas, a la que no alcanzaron las bombas que cayeron en sus inmediaciones”. Y también, aunque no lo dice, la que se conoció luego como la “casa de Santo Domingo” -de la familia Monesterio, esposa del comandante Carlos Santo Domingo-, que en 1988 una publicación local explicaba como uno de los pocos vestigios que quedaban del Gernika anterior al bombardeo y “permiten imaginarnos la fisonomía de la antigua Villa”. No puede ser casual que se tratara de la vivienda de un militar afecto a los sublevados, activo a la sazón en el frente de Ondarroa y uno de los tempranos conspiradores, al amparo de las milagrosas apariciones de la Virgen de Ezkio.

Las personas que han hecho volar recientemente una gran y alegórica pancarta para hermanar la destrucción de Gernika y la de Berlín, a iniciativa del hijo artista de un artillero de la Legión Cóndor, han dicho pretender simbolizar con ello el éxito de las dos ciudades en su reconstrucción, en su renacimiento. Contrariamente a Berlín, donde han sabido rehacer, encubrir y unificar la ciudad con respeto y verdad, que han hecho de ruinas conservadas símbolo y recuerdo, quienes refundaron Gernika, porque una refundación pretendieron, no pararon hasta acabar con cualquier vestigio que pudiera recordar el pasado y contribuir a preguntarse por lo que pasó: diseñaron una villa ajena y extraña, sin respeto por sus raíces, y terminaron deshaciendo las paredes y las piedras de un frontón semiderruido, testimonio simbólico de la barbarie, insoportable para la voracidad y la mentira de sus usufructuarios. Fue refundada de acuerdo al nuevo orden que los principios ideológicos del Movimiento deseaban imponer. Como otras localidades en las que la destrucción superó el 75%, la villa fue “adoptada” por el propio Caudillo, lo que significaba un especial interés por crear una cultura y estéticas nuevas, una arquitectura instrumentalizada que plasmara el alma de la raza española. Una comunidad, también, en la que cada quien ocupara la vivienda que le correspondía de acuerdo al papel que desempeñaría en el funcionamiento del Estado. Repasar los nombres de las adjudicaciones que se hicieron en su arteria central puede resultar ilustrativo a este efecto.

El alcalde Labauria y Joxe Miel Barandiaran dejaron por escrito, cuando la memoria estaba sangrante y descontaminada, un informe que radiografiaba la Gernika que era y nunca más sería. Antes de la guerra, tenía 6.600 habitantes, número que los lunes crecía sustancialmente con el concurso vecino. El 26 de abril de 1936, lunes de feria, habría unas diez mil personas. Contaba con una docena de escuelas, públicas y privadas, religiosas y aconfesionales -dos de ellas euskaldunes- y con un Instituto de Segunda Enseñanza. Tenía dos parroquias y cuatro iglesias, catorce sacerdotes que predicaban casi exclusivamente en castellano y prácticamente todo el mundo, incluso el “rojo”, iba a misa. Del arcipreste que estaba al frente, José Domingo Iturraran -monseñor Tostadas desde que estableció en su ingesta un récord difícil de superar-, dice pudorosamente el informe que conocía el euskera pero no le gustaba. Había varias sociedades: Guerniquesa (apolítica, recreativa), Centro vasco-español (monárquico), Círculo tradicionalista, Casa del Pueblo (socialista, reciente), Batzoki, Solidaridad de Trabajadores Vascos y UGT. La Sociedad Guerniquesa contaba con muchos socios -informa Labauria- pero el Centro vasco-español decayó mucho después del advenimiento de la República y ya apenas iba nadie. En el Círculo tradicionalista había poca gente. El Batzoki tenía unos 200 socios, afiliados al PNV; Solidaridad de Trabajadores Vascos, más de 300; UGT, menos que Solidaridad. A la Casa del Pueblo acudía poca gente. Había unos 2.800 votantes en el pueblo: los nacionalistas eran los más votados, seguidos de las derechas españolistas, y ocupaban el último lugar los “rojos”, según se vio en las elecciones de febrero de 1936. En la propaganda electoral las derechas emplearon toda clase de medios: los curas, las monjas Carmelitas y las Josefinas hicieron labor de propaganda a su favor.

Explica el alcalde, y Barandiaran recoge, que nada de particular ocurrió en los primeros días del Movimiento, no se alteró el orden público, ni los “rojos” hicieron ninguna manifestación, ni las derechas españolistas se movieron. A indicación del BBB, los dirigentes nacionalistas de Gernika requisaron el día 28 de julio los conventos de Josefinas, Carmelitas, Agustinos y Clarisas, para evitar que lo hiciesen los “rojos”. Un mes después del comienzo de la guerra, fueron hechas por orden del Gobierno Civil de Bilbao algunas detenciones: Obieta (carlista), Iturriarte (carlista), Gezuraga (monárquico), Ojanguren (carlista) y Enderika (carlista) fueron las primeras. A raíz de ellas, media docena de significados monárquicos se ocultaron: entre ellos el arcipreste Iturraran. Antes del alzamiento de 18 de julio se conocía que los tradicionalistas estaban armados y entrenados. El número total de los detenidos en Gernika durante la dominación gubernamental fue de 37. Hacia el mes de abril fueron conducidos a Bilbao los nueve que permanecían presos y obtuvieron la libertad cuando el Gobierno de Euzkadi los dejó en manos de las tropas franquistas que entraron en la capital vizcaina. Ningún muerto hubo en la villa. Los afiliados a partidos derechistas gozaron de completa libertad. El sacerdote Pedro Bilbao fue detenido por orden del comisario de orden público y liberado a los pocos días. Fuera de este caso, ningún sacerdote ni religioso fue molestado. No había fuerzas rojas en la época en que fue bombardeado el pueblo; solo había algunas compañías nacionalistas vascas: todos se dedicaron a trabajos de salvamento. No se registró ningún caso de represalias contra los partidarios del bando de Franco, aun en los momentos de más excitación popular a causa de los bombardeos. Los franquistas han fusilado, que sepamos -dicta Labauria a Barandiaran-, a dos guerniqueses: D. Juan Carlos Iturri y Briñas (socialista), y a Víctor Alberdi (nacionalista), que se quedaron en Bilbao cuando entraron en esta villa los franquistas.

Se puede acceder al informe completo en Euskonews. Debería ser lectura obligada para cuantos quieran conocer el honrado y fresco relato de la mano de personas honradas, conocer la verdad y buscar explicaciones del comportamiento colectivo de los herederos de aquella villa de la que solo quedó el nombre. No deben ser muchas las abuelas que han contado a sus nietos y nietas lo que fue el bombardeo y mucho menos lo que siguió, por razones de edad y porque en tres décadas al menos casi nadie osó transmitir sus recuerdos. Alguien -¿en Astra?- debería preguntarse por las razones del silencio sepulcral que se instaló en Gernika durante décadas. Para entenderlo hay que reparar, desde luego, en que las derechas locales eran poderosas. En que las adscripciones políticas estaban en ocasiones familiarmente entrecruzadas. En que a los arrepentidos, por convicción o por necesidad, los gestores locales de la victoria los acogían con satisfacción. No había apenas en Gernika, como se desprende del informe Labauria, falangistas y comunistas, pero sí monárquicos, tradicionalistas y carlistas: no pocos, fácilmente reconocibles, más rencorosos unos que otros, conciliadores algunos. No es fácil hablar de todo esto, porque sus nietos y nietas también viven y conviven en el pueblo, no así los de quienes evacuaron y nunca regresarían. Alguien debería preguntarse por el papel de la Iglesia en esta falsa reconciliación, preguntarse por sus jerarquías y arciprestes, y también por los sacerdotes represaliados, silenciados tras haber suscrito la carta de 1960, José Luis Abaunza y Jesús Jauregi por ejemplo. El miedo y el deseo de no resucitar dolorosos recuerdos no parece explicación suficiente para ese aparente silencio de corderos.

Entre el informe de Labauria y Barandiaran -¡abril de 1938!- y el trabajo recopilatorio de testimonios del gringo Egurtxiki en 1972, nada, silencio, vergüenza también seguramente. Felicitémosnos porque, al menos, algunos jóvenes hayan sido capaces de recuperar Astra para el pueblo. Todavía hay esperanza, todavía debe quedar alguien que pueda aportar verdad al pendiente relato de la Gernika de posguerra. * Periodista