úLTIMAMENTE ocurren cosas que hasta hace poco eran impensables. Durante mucho tiempo, exigíamos “normalización”. La normalización política era un concepto generalizado entre la gran mayoría de este país y equivalía a decir “normalización democrática”. Por un lado, exigía a ETA y al mundo de la izquierda abertzale el cese inmediato de su “lucha combinada”, el “bietan jarrai” o, más claramente, de las barbaridades perpetradas en nombre de Euskadi mientras el Pueblo Vasco, en su inmensa mayoría, condenaba los atentados de ETA. Por otro, exigía del Estado el reconocimiento de la existencia de ese mismo Pueblo Vasco y de su derecho democrático a definir su futuro político. En 2011, por fin, ETA dejó las armas. Y con ello logramos una parte de esa normalización. La otra, la del reconocimiento de nuestro derecho democrático a decidir, sigue muy pendiente.

Con el transcurrir de los años se está produciendo un fenómeno que algunos seguro que consideran “normalización” pero que nada tiene que ver con aquella reivindicación que acabo de apuntar, sino que va justo en sentido contrario. Estamos siendo testigos de la “normalización de la asimilación”, del considerar normal la asimilación político-identitaria del Pueblo Vasco por parte de España. Los afanes de asimilación política y cultural de Euskal Herria por España no son nuevos; al contrario, ha sido una pretensión continua a lo largo de la Historia, por lo menos desde que Antonio de Nebrija redactó en tiempos de los Reyes Católicos la primera gramática castellana con la idea de “unificar” políticamente la península: “siempre la lengua fue compañera del imperio”, dejó escrito. Una única lengua para un solo imperio. Desde entonces ha llovido y la pulsión por la asimilación ha sido un hecho recurrente, hasta hoy.

Lo más preocupante es que, últimamente, en esta sociedad que se dice tan concernida por la memoria da la impresión de que estemos olvidando nuestra memoria reactiva ante ese objetivo de asimilación nacional. O bien porque aún la ciudadanía vasca sigue inmersa en una situación postraumática o bien porque, simplemente, resulta fácil dejarse llevar por otras olas de indignación más globales o, en su caso, más españolas y mediáticas. No es fácil disponer de la perspectiva necesaria para poder analizar lo que está ocurriendo. A lo peor resulta que estamos abducidos por el espectáculo protagonizado por los “progresistas” españoles y las salidas de “los fachitos”, también españoles. Es posible, pero el fenómeno de la normalización de la asimilación es evidente y no es fácil oír voces que se alcen frente al mismo, por lo menos públicamente.

No es nuevo que la cadena de televisión más vista entre nosotros sea Telecinco. El Sálvame tiene gran audiencia en Euskadi. Le siguen Antena 3, La 1 y La Sexta. Habrá quien piense que siendo eso así, es hasta normal que los informativos de ETB hayan prestado tanta atención al fallecimiento de Camilo Sesto. O que se emita un programa llamado Yo al Norte y tú al Sur, donde “el norte” es el “norte de España” -siguiendo la estela más castiza de la Cope- y “el sur”, Andalucía. Puede que esté equivocada, pero he creído siempre que cuando se creó el ente público EITB, el norte correspondía más bien a Iparralde, y el sur a Tutera. El panorama audiovisual en el que nos movemos es, pues, éste, y no sale gratis: la información y los inputs entre los que nos movemos son, casi todos, “en versión española”.

Atendamos ahora a varios sucedidos de las últimas semanas. En el ámbito deportivo, la Vuelta a España salió desde San Mamés. Hemos podido ver un tuit del Athletic Club, lleno de emoticónos, que dice: “El Athletic Club une de nuevo fútbol y ciclismo”. ¿Estamos hablando solo “de fútbol y ciclismo”? ¿Alguien niega la carga simbólica implícita en que la Vuelta a España no solo transcurra por Euskadi sino que salga de San Mamés? Quien lo niegue, que responda a esta pregunta: ¿Por qué el PP presentó varias iniciativas en el Parlamento para traer La Vuelta al País Vasco y fueron rechazadas por la mayoría de la Cámara hasta que, en 2009, con López de lehendakari y un Parlamento recortado, se aceptó por primera vez desde 1978? Por cierto, que hay para todos, también para la Real: ¿No se le podía poner una corona aún más grande a la nueva mascota, el tal Txurdin?

Y, por último, el catálogo de actos militares. Desde hace un tiempo, el Ejército español ha cobrado vida en Euskadi y se pasea a menudo por nuestros pueblos. Pero no contentos con ello, en marzo, ABC: “Record de visitas en Guecho (sic) al buque insignia de la Armada española”. En Gipuzkoa hemos visto imágenes que evocan los Nodos del nacionalcatolicismo. En julio, un vídeo diocesano del obispo Munilla en misa con una treintena de guardiamarinas en torno al altar de la parroquia de Getaria. Y el pasado día 6 de septiembre, unos 200 militares del Tercio Viejo de Sicilia en Arantzazu, desfilando hacia la iglesia y, tras recibir la bendición, posando en las escaleras del altar “con devoción castrense”. Lo más sorprendente es la aparente “normalidad” con la que se recibió la invasión militar de un lugar referencial en Gipuzkoa y simbólico en Euskal Herria, no solo para los cristianos -que lo es, y mucho- sino también para el euskara, la cultura vasca y el abertzalismo en general.

Reconozco que el tema que he elegido para este artículo no me resulta cómodo. No lo es intentar poner en evidencia la falta de normalidad de lo que aparenta ser normal. No lo es correr el riesgo de ofender gustos de consumo televisivo, ni aficiones deportivas, ni señalar a los franciscanos de Arantzazu. Pero, si ahora mismo soy juntera por Gipuzkoa, lo soy por una única razón: porque soy abertzale. Y quiero defender esa razón públicamente porque de lo contrario pierde su sentido. El individualismo, la crisis de identidad y el debilitamiento del apego a nuestro ser colectivo son elementos que pueden poner en riesgo no ya un determinado proyecto político, sino la pervivencia misma del Pueblo Vasco. Y la aparente atonía ante esta situación que he expuesto no es buena señal.

Para terminar, quisiera hacer una breve referencia a un artículo de la parlamentaria de EH Bildu, Larraitz Ugarte, en el que nos contaba que había estado en Dinamarca para descalificar, una vez más y como ella sabe hacerlo, al PNV. El título rezaba “Podríamos parecernos más a Dinamarca y menos a España” y la conclusión la recogía en la última frase: “La era peneuvera se ha de acabar”.

Lo curioso del caso es que Ugarte basaba su artículo en una comparación en la que Euskadi dejaba de existir y, sustituyendo a Euskadi por España, lanzaba una frase antológica: “No puedes evitar la sensación de que somos los más pobres de Europa”. Ella comparaba datos de Dinamarca con datos de España, como si en Euskadi tuviéramos el mismo paro, el mismo PIB per cápita, las mismas políticas públicas, el mismo gasto social y el mismo Índice de Desarrollo Humano que en España. Se ve que Larraitz Ugarte debe sufrir mucho viviendo en lo que ella considerará un “feudo peneuvero”. De hecho, lo escribía: “Mierda de país”. Estaría bien poder consolar a Ugarte reconfortando su alma atribulada, pero no tengo espacio para aportarle datos y, además, seguro que no se dejaría consolar por una “peneuvera”. Sin embargo, le recordaré solo uno. El índice Gini, que mide la justicia social de un país -a mayor número, más desigualdad, a menor número, mayor igualdad social- dice esto: España 34,5; Dinamarca 27,6; Euskadi 25,8. A pesar de estos tiempos de “normalización de la asimilación”, Euskadi no es España y, en este punto, nuestras políticas no envidian a Dinamarca.

Y, por supuesto, a pesar de que Ugarte, como siempre, se afana en intentar embarrarnos -dicho en fino- con su alusión a “las miles de prácticas corruptas” -“qué español, por favor”, dice- que quiere ver en el PNV, incluido el “tema turbio de Bidegi” que ella misma fabuló. No le arriendo la ganancia de su paranoia. Por cierto, para española, la manera destroyer de hacer política de Larraitz Ugarte.* Miembro del EBB de EAJ-PNV