ESTE pasado lunes se celebraba en la Audiencia Nacional -sumario 11/13- un juicio contra 47 personas a los que demandaban elevadísimas penas de cárcel en base a que su labor, en favor de los presos y exiliados, se calificaba como un grave delito. Un vez mas, el poder judicial asumía la defensa incondicional del poder constituido mediante el castigo de aquellos que muestran solidaridad con los enemigos del Estado. Al margen de que fuesen practicas legalmente delictivas -que por supuesto no lo son-, lo que se ha pretendido es penalizar la actitud de no distanciarse de quienes el Estado considera sus enemigos. El poder judicial exige a los súbditos respeto y lealtad ilimitada al Estado del que depende, al que adora y en el que está.

Esa exaltación del poder se ha dado por parte de las instancias judiciales superiores en diversos acontecimientos que, aunque son muy conocidos, no está de más incluir en un recordatorio para enmarcarlos y calificarlos dentro de la filosofía del poder judicial. Esa pasión -adoración- del poder por parte del Tribunal Supremo y otras altas instancias judiciales, por ejemplo, la Audiencia Nacional, se expresa en la incondicional defensa del poder. Los que cuestionan el poder establecido y pretenden cambiarlo o rechazarlo y los que se atreven a enfrentarse a sus agentes, deben ser castigados. Y son castigados al margen de que sus pretensiones de cambio o rechazo o de enfrentamiento no provoquen daños significativos. Solo la actitud dirigida a querer rechazar o cuestionar al Estado y sus agentes ya merece castigo.

He citado el sumario 11/13, pero en esta defensa incondicional del Estado aparecen múltiples casos. Quizás los más conocidos -aunque por supuesto no los únicos- son los de Alsasua y el procés.

En el primero, unos jóvenes se pelean en un taberna con miembros de uno de los símbolos máximos del poder: la Guardia Civil. Prácticamente no hay daños. Pero se entiende que el atrevimiento de cuestionar el poder político en las personas de sus servidores mas renombrados merece rigurosas condenas. Lo del procés catalán exige todavía más castigo. No solo se atreven a cuestionar al Estado español sino que pretenden despreciar ese poder con su deseo de separarse del mismo. Tal afrenta a un poder que solo merece veneración y defensa exige una condena mucho más elevada.

El poder judicial, por tanto, se configura así en una institución que tiene como misión la defensa incondicional del poder político constituido. Esta defensa define su filosofía y, al mismo tiempo, marca su estrategia judicial. Pero esa defensa del poder -ese operar a su servicio- se extiende también a otros poderes, a otros poderosos. Hay más ejemplos.

Así, hace ya muchos meses, el Tribunal Supremo paralizó la ejecución de la exhumación de Franco, implícitamente alegando que había que considerar los intereses, deseos y convicciones de su famosa familia y explícitamente afirmando que el enterrado había sido nada menos que Jefe de Estado de España desde el 10 de octubre de 1936 hasta que se murió. En 1936, Franco fue un militar que organizó un golpe de Estado, eliminó a miles de ciudadanos que se opusieron al golpe o eran sospechosos de querer oponerse, decidió que él mandaba en el territorio que controlaba y se autodenominó “Jefe de Estado”. La calificación por parte del Supremo con esta categoría objetiva de “Jefe de Estado” desde el origen de sus andanzas, parece así querer otorgarle más legitimidad a su poder y en correspondencia mayor exigencia de respeto y reconocimiento a la hora de decidir sobre el futuro de su ataúd. El Tribunal ha protegido a un determinado y poderoso grupo, tanto por considerar la relevancia y el poder histórico de la familia del finado como por la categoría política del mismo. El Tribunal Supremo entiende, por tanto, que una ley no debe aplicarse cuando vaya en contra de los intereses de unos individuos particulares? especialmente poderosos.

También se pueden recordar otros acontecimientos con otros poderes. En noviembre de 2018, el Tribunal Supremo decide dar marcha atrás a una previa decisión legal. Da la razón a la banca y decide que son los clientes y no los bancos -¡faltaba mas!- los que deben pagar el impuesto de actos jurídicos documentados en los préstamos hipotecarios. En esta misma línea, en noviembre del año anterior, 2017, el Tribunal Supremo había dictaminado que la mera referencia de una hipoteca a un índice oficial como es el IRPH no implica falta de transparencia ni es un abuso, por lo que no cabe anular esos contratos por esa mera razón tal y como -¡faltaba mas!- defienden los bancos (por cierto, la semana pasada el abogado general del Tribunal de Justicia de la Unión Europea ha propuesto a dicho tribunal que sí considere abusiva esta práctica de los bancos). Como en el caso anterior, el Tribunal Supremo acuerda que no pueden tomarse decisiones que vayan en contra de los intereses de unos particulares, la banca, objetivamente poderosos.

Es decir, en las grandes instancias judiciales a la hora de dictar sentencia resulta determinante el referente del poder, de quién manda. Los que se oponen al poder constituido y su agentes, al margen del carácter que tenga su oposición, deben ser castigados. Y los poderosos -diversos tipos los poderosos con diversos tipos de poder- serán protegidos, arropados, beneficiados en sus sentencias porque, hagan lo que hagan, mandan. Y el solo hecho de mandar legitima un trato privilegiado.

Los acontecimientos descritos ejemplifican una de las grandes causas de la marginalidad -quiebra creciente- de la democracia. Las decisiones judiciales citadas desafortunadamente son excepciones al principio democrático de que las decisiones políticas, en este caso judiciales, deben expresar la voluntad y el interés general. En demasiadas ocasiones, las decisiones del poder judicial priorizan en la practica la voluntad del poder, de los grupos de poder, de los poderosos.

Unos acontecimientos como lo descritos deberían ser denunciados e impedidos. Además, en la medida en que su causa proviene de cómo están conformadas las instituciones judiciales y que, por otro lado constituye un grave atentado a la democracia, debería afrontarse una transformación profunda del Poder Judicial, estos es, de su sistema de nombramiento de sus miembros, del control democrático de su decisiones, etc.

Tendremos nuevas elecciones y luego nuevas disputas; y a lo mejor hasta acuerdos políticos, más que nada para combatir el aburrimiento y creciente hastío. Pero gobierne quien gobierne me temo que cosas como las descritas van a seguir igual. La necesidad de transformar sustancialmente el poder judicial supone casi una revolución y no parecen los políticos muy animados a meterse en aventuras revolucionarias.* Catedrático emérito de Ciencias Políticas UPV/EHU