ASISTIMOS ahora mismo en España a un debate absurdo entre incompetentes, obstinados o las dos cosas. Pedro y Pablo discuten en público lo que deberían debatir en privado. Es tal la rivalidad que exhiben que los kikirikis se escuchan en todos los confines como si se tratara de una sinfonía de gallos al amanecer, cuando las gargantas amanecen claras y nítidas, cuando las soberbias están a flor de piel, cuando los orgullos invaden las conciencias, cuando las personas olvidan la razón para la que viven.

La discusión pública que han venido manteniendo ambos, Pedro y Pablo, es ya una falta de respeto hacia quienes, votándolos o sin haberles votado, pensamos que la democracia es el mejor sistema de gestión de la sociedad, basado en elecciones abiertas que involucren a todos los ciudadanos. En nuestra sociedad, los ciudadanos somos soberanos, pero esa soberanía queda en muy poca cosa cuando los votos depositados en las urnas dibujan un enmarañado camino para llegar a acuerdos. Desde la últimas elecciones generales todo ha quedado en manos de dos; y no en manos de dos partidos o formaciones políticas sino en las manos de dos personas: Pedro y Pablo. Se trata de dos polos del mismo signo que, como aprendimos cuando éramos jóvenes y nos explicaron los entresijos de las fuerzas magnéticas, se repelen. Ciertamente, en las relaciones entre las personas no debe ocurrir lo mismo, de modo que las leyes de la Física no sirven para la vida ni para la convivencia de las gentes. Si primero el centro derecha levantó un muro infranqueable ante el partido que ganó con rotundidad las elecciones -es decir, el PSOE-, el muro virtual que separa a las dos izquierdas está resultando tan difícil de derribar como aquel. Y las fuerzas regionalistas y nacionalistas periféricas asisten a esta exposición de señuelos que Pedro y Pablo enarbolan con más soberbia que rigor.

Y las bases... De poco sirve advertir que ambos ocupan la cúspide en sus partidos, porque miles y millones de españoles y españolas les han puesto ahí para que administren los intereses de la colectividad. Sus pretensiones, que solo responden a sus poderosos egos, no van a ser sometidas a la voluntad colectiva de sus formaciones porque las denominadas bases bastante tienen con soportar los poderosos edificios del PSOE y de Podemos. Las bases, que corresponden a los cimientos y soportes de los edificios de los partidos, apenas tienen tiempo para debatir sobre el futuro colectivo del grupo porque tienen bastante con apuntalar sus futuros individuales.

Mientras tanto, en las alturas, las élites juegan a predominar como una práctica que les permita luego dominar la situación. Pedro y Pablo, aunque no por la misma razón, aspiran ellos solos a ocupar la cumbre de la columna del mando y del poder, como hiciera Simeón el Estilita en lo alto de su columna, aunque aquel lo hiciera desde su convencimiento y práctica ascética y estos lo hagan movidos por un amor propio y un orgullo excesivos. Desde que ambos vienen porfiando, el debate político ha quedado supeditado a una lucha despiadada por ocupar cargos, incluso la impiedad exhibida en el corazón del debate ha llevado al más débil, Pablo, a exigir una cantidad desorbitada de poder, que contrasta con la fortaleza real que le confirieron los votos de los españoles: con la cuarta parte de los escaños no se puede pretender casi la mitad del gobierno.

Con este debate tan absurdo, hábilmente trasladado a los medios de comunicación por Pablo, la política pierde mucha credibilidad, y la democracia se debilita porque se convierte en un muñeco con cara de asombro que se bambolea. Pedro, por su parte, mantiene sus puertas cerradas porque sabe que cuando Pablo entre, o se aproxime a sus dominios, no dudará en apropiarse de ellos o aniquilarlos del modo más eficaz para sus intereses que encuentre. Durante casi media docena de meses, Pedro y Pablo no han parado de pronunciarse, pero se han dado la espalda porque cuando dos oponentes en lucha se miran de frente, a uno de los dos le suelen temblar las pestañas y cuando eso ocurre el temblador se convierte en derrotado. Pedro y Pablo evitan, como pueden, el cuerpo a cuerpo, aunque en el Congreso tengan que verse y compartir debates, miradas y ademanes, en el Hemiciclo la distancia juega a favor de ambos. En los medios de comunicación tampoco discuten, si discutir es contrastar ideas y pareceres. Dejan en el ambiente un halo de incomprensión entre ambos que los ciudadanos más preocupados por la situación debaten en sus sobremesas o en sus charlas de taberna.

¿Hay solución? Elecciones Probablemente, algún lector que me haya seguido antes no dudaría en preguntarme si tengo alguna respuesta o solución a cuanto está ocurriendo. Aunque no soy infalible, pretendo ser razonable. Hay que convocar unas nuevas elecciones generales, pero no entendidas como un mal inevitable sino como una solución esperanzadora. Que tales elecciones sean consecuencia de la falta de entendimiento entre los líderes, o de la soberbia de Pablo, o de la intransigencia de Pedro, es lo de menos. Lo que importa es que esos errores sean subsanados y que la actitud de los líderes (a los que ahora mismo equipara una condición: la altivez derivada de sus inexperiencias) sea constructiva. No queda otro remedio que soportar dichas inexperiencias y volver a las urnas con nuevas dosis de ilusión y de experiencia? y con las intenciones un poco más claras. Es difícil, pero es posible. Quienes deben tomarse más en serio el nuevo tiempo han de ser Pedro y Pablo, que son los grandes fracasados. De momento, aún les cabe otra oportunidad, la última. Cabe que el fracaso de hoy tenga que ver con sus inexperiencias, quizás con sus orgullos, pero Pedro y Pablo necesitan un correctivo, del mismo modo que lo necesitan Casado y Rivera, igualmente víctimas de sus intransigencias. ¡Nuevo tiempo!

Y bien, “hasta el rabo todo es toro”, decía un torerillo de barrio al que un novillo le sacó un ojo con una sacudida violenta de su rabo tras pasar bajo su muleta en una de las faenas más memorables de su vida taurina. Aún no ha terminado este acontecimiento de la búsqueda de una solución a la posible investidura de Pedro, pero será mejor que los líderes hagan un acto de contrición y acudan a unas nuevas elecciones con nuevas intenciones y nuevas actitudes. Que el rabo del toro no les deje tuertos o ciegos para siempre.