a estas alturas, nadie discute la función primordial que representa la memoria del sufrimiento en la normalización de la convivencia. Necesitamos una memoria sin omisiones, que sirva para reactivar una gran solidaridad de país. Con tal objetivo, deberíamos optar por una memoria ejemplificante, moralmente aleccionadora, que sobre el examen crítico del pasado habría de establecer un criterio de conducta social para el presente y el futuro.

En la medida en que las víctimas personifican mejor que nadie la memoria del sufrimiento, parece aceptarse la importancia de su participación en el proceso de rehabilitación convivencial. Su presencia activa puede ser la mejor garantía de que la reconstrucción social en marcha tendrá en cuenta la trágica experiencia vivida, sin olvidar el sufrimiento pasado.

Sin embargo, todavía hay sectores para los que este reconocimiento no es más que un recurso retórico, puesto que evitan manifestar una crítica explícita ante las acciones violentas causantes de la victimización de tantas personas.

En este país se ha difundido con cierto éxito una imagen crítica de las víctimas asociada a un resentimiento activo, que sería más expresión de impotencia que de equilibrio y energía. No ayuda nada el paternalismo de determinados ambientes políticos y mediáticos que cultivan y manipulan esa posición, que a menudo presentan a las personas víctimas como si vivieran en una situación de incapacitamiento social, privadas de oportunidades y sometidas a vivir sin remedio bajo las consecuencias emocionales provocadas por la fatalidad terrorista.

Anomalías más allá de registros En una situación de convivencia saludable, sin embargo, ser víctima no es un rol social sino una anomalía. Nadie aspira a permanecer en ese papel, sino a liberarse del mismo en la misma medida que en la sociedad se van reparando los daños que nos dificultan vivir juntos con normalidad. En todo caso, son muchas las víctimas que han hecho valer al máximo sus posibilidades de empoderamiento, prestando un gran servicio al colectivo social.

Más allá de los asesinados o heridos, no hay registro de víctimas que pueda contener a todos los que durante todos estos años han sido amenazados y chantajeados, atormentados y torturados, acosados y perseguidos? No cabe duda que la empatía con el sufrimiento de todas estas víctimas es muy importante. Pero, lo que sí es imprescindible, es el reconocimiento de su capacidad casi heroica de resistir sin entregarse.

Se dice que los momentos de mayor intensidad vital de los seres humanos se producen ante el peligro y la adversidad. Acaso por eso, la solución de la inmensa mayoría fue luchar. Continuaron con sus vidas, muchos de ellos en la misma vecindad. A pesar de la pesada mochila de sufrimiento, lograron aportar valor (y valores) a su entorno. Entre nosotros, nos encontramos con familiares directos de los que fueron asesinados y lograron rehacer su vida social, sin amnesia, aunque a salvo de toda tentación de venganza. Aquí siguieron también empresarios amenazados contribuyendo a la creación de riqueza para desarrollo del país. De la misma manera, los políticos escoltados que se mantuvieron en sus puestos para defender que la representación política no quedara desfigurada por la intimidación. Y los pacifistas acosados que continuaron expresando su testimonio contra el terrorismo en la calle. O los activistas detenidos en operaciones a voleo, y después torturados, que rechazaron toda posibilidad de revancha violenta. La violencia de persecución, extendida en el marco de la campaña de socialización del sufrimiento, afectó también a miles de personas que protagonizaron múltiples manifestaciones de microrresistencia, negándose a entregar la dirección de sus intereses vitales al control del totalitarismo, que aspiraba a penetrar en todos los ámbitos de la vida cotidiana.

ejemplo de resiliencia Con lo dicho, no pretendo clasificar el sufrimiento por estamentos o niveles. Mi intención es resaltar que la violencia y el terror no lograron deshumanizar a las víctimas vascas ni extirparlas de su escenario vital. No necesitamos santificarlas como vidas ejemplares, pero hay que ensalzar la gran capacidad de resiliencia que, en beneficio del conjunto de la sociedad vasca, han mostrado.

Hace unas semanas, dos conocidos miembros del colectivo Gogoan (Isabel Urkijo y Jesús Herreros) apelaban a “las experiencias de Glencree, las experiencias de encuentros restaurativas en las cárceles con sus victimarios? (que) han sido ejemplos de convivencia”, calificándolas muy acertadamente como “grandes regalos” que las víctimas han hecho a la sociedad.

Estas aportaciones realizadas por colectivos de víctimas son decisivas para la composición del basamento moral necesario para construir una convivencia social justa.

Son contribuciones que nos permiten valorar a las víctimas del terrorismo, no solo por lo que han sufrido y lo que les han arrancado, sino por lo que han construido al servicio del futuro de nuestra sociedad.

Es un hecho que los participantes en las experiencias de Glencree y Eraikiz, y de los encuentros restaurativos, han sido y son agentes activos de una sociedad justa en construcción, con cuya implicación tenemos el mejor seguro de que la memoria del sufrimiento se constituye en el principio desde el que se fundará la nueva convivencia democrática.

Es necesario reconocer esta contribución. Sin este reconocimiento, es posible que el nuevo tiempo no llegue a abrirse como sería debido.* Analista