LA decisión de elevar el salario mínimo a 900 euros mensuales en catorce pagas quedará como la decisión más acertada del primer gobierno de la era Sánchez, pese a lo mucho que se empeñe su socio Iglesias en reivindicar la paternidad de la propuesta.

Pero también podría quedar registrada en los anales del denominado “pensamiento único” como uno de esos acontecimientos, buscado conscientemente o no, que ponen a prueba la calidad del razonamiento económico con el que se diseñan en cada momento las decisiones económicas más convenientes, prueba de la que dicho razonamiento suele salir mal parado pero con gran discreción, a fin de no alarmar al público en general.

En esta ocasión, los guardianes del oráculo económico, esto es, los organismos financieros sufragados con recursos públicos a mayor gloria del capital bancario, el Fondo Monetario Internacional o el Banco de España, dieron la habitual señal de alarma ante cualquier subida salarial. Para estos organismos, que los precios suban es en el peor de los casos anuncio de una marejadilla económica, pero si sube el precio del trabajo siempre es ocasión para el anuncio de, cómo mínimo, una fuerte marejada y, en el caso del salario mínimo, se anunció la inminente llegada de un maremoto económico: los sesudos economistas del Banco de España predijeron la pérdida de por los menos 125.000 empleos; los técnicos de la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIReF), ese organismo que la Comisión Europea ha obligado a establecer a todos los países para vigilar de cerca las actuaciones de los ministerios de Hacienda, sospechosos de poder caer en las tentadoras redes de la heterodoxia fiscal, anunciaba haber realizado un detallado análisis de la medida y situaban en 40.000 el número de empleos netos que se perderían. Los voceros de la patronal incluso inventaron un neologismo para calificar a la medida como arma de destrucción masiva de empleos: un “empleocidio”.

Pocos meses después, la AIReF reconocía que el alza del salario mínimo no estaba teniendo “ningún efecto negativo” en la creación de empleo. Este inhabitual mea culpa quizá responda a la bisoñez de la agencia, porque los sesudos economistas al servicio del capital privado desde sus puestos de funcionarios del Estado o de los organismos interestatales, que predecían consecuencias aún más nefastas, no han dicho esta boca es mía. Otro síntoma de la prepotencia y altivez de los expertos formados en el pensamiento neoliberal del Banco de España, la OCDE, el FMI, los lobbies académicos financiados por la banca o la Comisión Europea, cuyas propuestas tienden a ser de forma cada vez más evidente parte principal del problema y no de la solución.

El primer impacto del aumento de los salarios es la reducción de los beneficios. Si como afirma la contrita AIReF, la medida supone el aumento de 1.700 millones de euros en salarios, esa será la medida en que se reducirán los beneficios. Si la creación neta de empleo no se ha resentido, es otro síntoma de que las ganancias del capital siguen viento en popa gracias a las reformas fiscales y al debilitamiento general de la capacidad negociadora de los trabajadores por las reformas laborales de la era Rajoy. En 2018, los beneficios de las empresas (428.000 millones de euros) representaban el 53% de las inversiones privadas y del pago de salarios, cuando en los siete primeros años del siglo, los años de la burbuja inmobiliaria, los empresarios se conformaban con un 46% sobre dichas cantidades. Dicho de otro modo, en esos años los empresarios obtenían por cada euro de salario 70 céntimos de ganancia y en los tres últimos años han obtenido 75 céntimos. Y si en los años 2001-2017 de cada euro de beneficio dedicaban 75 céntimos a inversiones nuevas, en los últimos tres años solo han dedicado 52 céntimos.

Por lo tanto, estos simples cálculos permiten avizorar que trasladar 1.700 millones de euros -el 0,4% de los beneficios globales- a trabajadores que cobran el salario mínimo no va a poner en peligro las ganancias ni la inversión; en todo caso, será una pequeña redistribución de las rentas netas del capital al trabajo.

De hecho, los promotores y los ejecutores de la medida la han presentado como una actuación orientada a reducir los niveles de desigualdad imperantes en España, incompatibles con la estabilidad democrática y la inclusión social. Con la sustancial subida aplicada en 2019, el salario mínimo en España ha pasado de ser el 57% del de Francia o el de Alemania -país que implantó este salario en 2014; Italia aún carece de salario mínimo legal- al 67% del de Alemania y el 69% del salario mínimo francés. Teniendo en cuenta que la renta que se generó en 2018 en España por habitante es el 63% de la de Alemania o el 74% de la de Francia, podemos afirmar que ahora sí el salario mínimo está alineado con los de los mayores países de Europa occidental.

La desigualdad se da también, incluso de forma fundamental, entre los propios asalariados. La encuesta de salarios aporta información hasta el año 2016. Hace tres años, cerca de 14 millones de asalariados obtenían una renta salarial de 250.000 millones de euros. Pero 5,5 millones de asalariados, recibían un cantidad similar; mientras 14 millones alcanzaban un salario medio de 18.300 euros, 5,5 millones obtenían salarios de cerca de 49.000 euros anuales de media.

Como las cotizaciones sociales de ambos grupos representan un importe similar, los asalariados mejor pagados ya contribuyen más que los otros 14 millones de trabajadores peor pagados a las transferencias de renta de las pensiones o las prestaciones por desempleo. La gran diferencia de rentas salariales entre unos y otros implica que medidas como el aumento del tope de cotización máxima o una mayor progresividad del impuesto de la renta pueden contribuir en una medida no despreciable a reducir las brechas sociales.

Pero quede claro que esos cinco millones de asalariados en los que se puede focalizar el aumento de rentas fiscales no significa hacer “que paguen los más ricos” el coste del mantenimiento o mejora de las prestaciones del estado de bienestar, que se propugna desde algunas voces bastantes desenfocadas. Para empezar, porque los “más ricos” entre esos cinco millones son una exigua minoría que, incluso desposeyéndolos de toda su renta y enviándoles a galeras, lo recaudado no daría ni para pagar las pensiones de jubilación en una comunidad autónoma medianamente poblada: en este asunto, pesa más el hecho de que “son pocos” que el que “tienen mucho”.

En realidad, en ningún país del mundo las transferencias y los servicios sociales los financian las rentas de “los ricos”, sino que es siempre el resultado, más o menos bien diseñado, de una redistribución entre los propios trabajadores, de los que están ocupados hacia los desocupados y jubilados, de los que ganan más hacia los que ganan menos.

Por tanto, en la lucha contra la desigualdad son también necesarias medidas estructurales que modifiquen la distribución de la renta entre el capital y el trabajo, frenando el deterioro secular de la participación de los salarios en el valor añadido que se constata en los principales países desarrollados, no solo en España, desde la segunda mitad de los años noventa. Medidas que favorezcan directa o indirectamente el aumento de los salarios y reformas fiscales que graven al capital en mucha mayor medida que ahora. No basta revertir las reformas de la era Rajoy, que incluso pueden ser salvadas como actuaciones de emergencia en una situación de caída libre de la economía, pero que son contrarias al equilibrio social y estabilidad económica de largo plazo que precisa este país.