CIERTAMENTE, esto no quiere decir que todas las élites fueran o sean cosmopolitas. Pero, históricamente, una orientación cultural cosmopolita ha ido acompañada de una educación formal más o menos elevada, más viajes, más tiempo libre y recursos materiales para permitir el cultivo de un conocimiento de la diversidad de formas culturales. Se pueden encontrar gustos y conocimientos cosmopolitas que sirven como capital simbólico en juegos de distinción competitivos de élite.

Ha habido periodos y lugares donde “cosmopolita” ha servido como un término de denuncia. Se suponía que estas eran personas de dudosa lealtad a la “patria”, posiblemente parásitos, y potenciales traidores, renegados e incluso desarraigados. Ciertamente, pocas personas están totalmente desterritorializadas, aunque muchas pueden tener la sensación de estar más o menos en casa en más de un lugar. Tener raíces no es necesariamente una cuestión de estar siempre enraizado.

Si podemos superar la sensación de que “el cosmopolita arraigado” es de alguna manera una paradoja, podemos alejarnos de algunas de las dudas que los teóricos han alimentado con respecto a la viabilidad de la política cosmopolita. Cuando Bhikhu Parekh, por ejemplo, defiende una “ciudadanía orientada globalmente”, parece reconocer que los niveles de compromiso personal a un territorio que a menudo se consideran conflictivos también pueden ser complementarios.

El transnacionalismo contemporáneo ha transformado la idea de cosmopolitanismo en dos sentidos: Uno, ya no se trata de una actitud de las élites exclusivamente (aunque los mecanismos de distinción de clase siguen operando a todos los niveles). Y dos, es posible desarrollar una actitud cosmopolita dentro de un lugar determinado, en una ciudad suficientemente diversa. Ello nos permite abordar la idea y la práctica del cosmopolitanismo urbano. Las urbes son también civitas, lugares de cultivo personal y apertura intelectual y cultural. Pero el cosmopolitanismo urbano está siempre amenazado y hoy resulta importante reflexionar sobre cómo podemos fomentarlo.

¿Podemos fomentar el crecimiento de las áreas cosmopolitas urbanas? En The Cosmopolitan Canopy: Race and Civility in Everyday Life (La marquesina cosmopolita: raza y civismo en la vida cotidiana), Elijah Anderson, sociólogo de Yale, escribe sobre aquellas partes de la ciudad estadounidense que permiten que “completos extraños se observen y aprecien unos a otros” a través de barreras raciales. Anderson llama a estos espacios “marquesinas cosmopolitas” y dice que dejan que las personas comunes se conviertan en antropólogos aficionados, observando y, eventualmente, acercándose a las personas de quienes serían más cautelosos en otros lugares.

Caminar por los vecindarios de Filadelfia, escribe Anderson, a menudo significa tener “una cautela generalizada hacia los extraños”, creada por la sensación de que cada vecindario “pertenece” a un grupo u otro. En general, este sentimiento es la regla. Pero dispersos por toda la ciudad hay oasis de cosmopolitanismo, lugares caracterizados por “la aceptación del espacio como perteneciente a todo tipo de personas”.

De hecho, en tales lugares, el cosmopolitanismo es parte de lo que atrae a una multitud: las personas disfrutan conocer y observar a otras personas que son diferentes a ellos mismos. Anderson analiza en detalle un gran patio de comidas cerrado, un área de compras y un mercado de comestibles donde “ningún grupo reclama prioridad”. En esos lugares, los agricultores se mezclan con los comerciantes, dueños de restaurantes y comerciantes blancos, asiáticos, hispanos y afroamericanos; de hecho, todos están juntos y obligados a interactuar entre la multitud.

Hay una atmósfera generalizada de confianza, franqueza y curiosidad y, en entrevistas con los clientes habituales, Anderson descubre que muchas personas se acercan muy conscientemente al mercado como un lugar donde saben que pueden sentirse y actuar abiertamente con extraños. Disfrutan de “ver el espectáculo” organizado por la multitud diversa y disfrutan experimentando con un tipo de vida social más abierto: probar comida extraña, entablar conversaciones informales con diferentes tipos de personas y participar en un proceso de apertura consciente.

Se trata de una relajación de la protección social emocionalmente costosa que uno debe mantener el resto del tiempo. ¿Por qué funcionan las áreas urbanas cosmopolitas como el mercado que describe Anderson y otros muchos que señala el autor (parques, centros de transporte, estadios deportivos, algunos centros comerciales)? Son espacios seguros, cálidos e íntimos gracias a una experiencia compartida: comida, compras, viajes, un espectáculo deportivo.

Pero también hay un ingrediente intangible: un estado de ánimo, escribe Anderson, de “civilidad” que permite a las personas “esforzarse mentalmente, emocionalmente y socialmente” y desarrollar “la sofisticación social que permite que diversas personas urbanas se lleven bien”. Debido a que son tan difíciles de replicar, argumenta Anderson, todos estos lugares deberían ser atesorados y protegidos, y aquellos de nosotros que los disfrutamos debemos tratarlos no como momentos fuera de la vida normal, sino como un modelo para las relaciones sociales en ciudades crecientemente diversas. Es la forma de propagar el cosmopolitanismo.

Al cabo, el anonimato de la metrópoli hace indiferente a la diferencia. Como dice el adagio alemán, stadtluft macht frei, el aire de la ciudad te hace libre. La noción de ciudad como un lugar donde toleramos a los que son diferentes es coherente con la actitud democrática. Es exactamente este cosmopolitanismo democrático el que hoy está siendo atacado por los nuevos populismos de extrema derecha. Para Immanuel Kant, el cosmopolita era un “ciudadano universal”; para los populistas sería “un ciudadano de la nada”.

Estar “en casa en el mundo”, como sugería Hannah Arendt, puede ser tanto una cuestión de amplitud como de calidez; puede implicar tener una gama similar de experiencias, de los demás y de uno mismo, personal o indirectamente, en una comunidad local o en una nación. La apertura cosmopolita característica puede ser estética e intelectual, pero ciertamente también es pragmática e instrumental, y parte de la satisfacción que se deriva de ella es la confianza razonable que uno puede manejar en los encuentros públicos. Los encuentros con la diversidad cultural, los enredos con la alteridad, pueden no ser siempre un mero placer, pero uno ha llegado a una disposición habitual para hacerles frente tal y como son.

Exponernos a la diversidad y la complejidad de la vida de la ciudad en la calle nos permite desarrollar un ojo empático que percibe las diferencias y puede así afirmarlas e incluso celebrarlas. La incertidumbre, la exposición, el descubrimiento son el resultado de una perspectiva de observación y participación, no del funcionamiento de la mente en forma aislada.

Urbanistas y urbanitas deben favorecer la adquisición y producción de conocimiento y experiencias, a la manera de un sabio artesano o un artista que persigue su curiosidad y realiza su trabajo experimentando con objetos y con sus sentidos. En estos entornos posibles, el juego y la imaginación definen la exploración y el aprendizaje. El urbanismo cívico que toca construir hoy es aquel que explora y aprende en tales entornos exteriores, en espacios que ensanchan el ámbito de la acción y, por ende, del pensamiento. Son espacios que se erigen en extensiones posibles de nuestra conciencia, en los que se puede cultivar una actitud cosmopolita.

La ética urbana que podemos construir es la capacidad de una ciudad para normalizar los encuentros con el diferente. Quizá podamos comenzar por mantener cierta inmunidad a los antagonismos extremos, al odio o al miedo, y a sus expresiones más o menos organizadas. Si las décadas desde la Guerra Fría han sido un periodo de renovado interés en el cosmopolitanismo entre los teóricos, los titulares y las historias en estos tiempos a menudo han sido de otro tipo: cambios vertiginosos, nuevas guerras, errores humanos, cosas que se desmoronan, fin de ciclos. Pero puede valer la pena mirar más de cerca los muchos pequeños signos de cosmopolitanismo banal, cotidiano, vernáculo o de baja intensidad en nuestra vida cotidiana y tratar de emularlos.