A SISTIMOS al juicio en el Tribunal Supremo a los presos políticos catalanes. Un juicio del que cabe decir, a modo de preámbulo, que:

Primero, no se debió abrir, porque ello significaba dar verosimilitud a una instrucción, llevada a cabo por el juez Llarena, escandalosa, llena de falsedades tan groseras como desmentidas por cientos y cientos de testimonios personales y gráficos sobre los hechos acaecidos ante la Consellería de Economía de la Generalitat de Catalunya, sin perjuicio de todo un cúmulo de irregularidades como la investigación paralela llevada a cabo por diferentes tribunales, la sustracción de la causa a los tribunales y jueces naturales -en este caso, los catalanes-, el cierre de filas de Audiencia Nacional y Tribunal Supremo frente a los tribunales de otros estados europeos que no veían por ningún lado los delitos de rebelión y sedición, o la más que pertinente recusación del juez Marchena -y por extensión del resto de magistrados-, una vez conocido tras el escándalo del whatsapp de Cosidó sobre el “control de la Sala del Supremo por la puerta de atrás” el no menos esperado tejemaneje del Tribunal Supremo por parte del PP, con el silente y tácito apoyo del PSOE.

Segundo, el PSOE pudo haber impedido este auténtico atentado a los derechos fundamentales que se está poniendo en evidencia moviendo ficha con la Fiscalía una vez que se produjo la moción de censura a Rajoy, su entrada en el gobierno español y nombramiento de la nueva Fiscal General. Sin embargo, no ha sido así, su Fiscalía ha sido tanto o más beligerante -incluso con muy explícitos pronunciamientos públicos- que la del PP y dio vía libre a que se pudiera celebrar este juicio-farsa. Ya hace muchos años que el recientemente fallecido líder del PNV, Xabier Arzalluz, habló de la “democracia de baja calidad”. Hoy resulta plenamente vigente aquel aserto, máxime cuando están todavía recientes los pronunciamientos del Tribunal de Derechos Humanos sobre casos de torturas, sobre el juicio a Arnaldo Otegi o la sentencia sobre el caso de los miembros de la mesa del Parlamento Vasco, caso éste, por cierto, en que la condena de Estrasburgo afecta directamente al juez Marchena, que presidía la Sala del Supremo que condenó a los miembros de la Mesa del Parlamento Vasco sin respetar su derecho de defensa. No sorprenden, por tanto, los recortes que Marchena aplica recurrentemente al derecho de defensa durante la vista, por más que intente revestir su actuación, sobre todo en las primeras jornadas, de una impostada aúrea de magnánima mano ancha. Al final, como la cabra tira al monte, Marchena tira a la justicia estructural y profunda de su cúpula, de esa justicia para con la cual -según acostumbraba decir el ya fallecido Francisco Hernando, presidente del Tribunal Constitucional y del Tribunal Supremo entre 2001 y 2008- “Franco siempre se portó bien”.

En todo caso, los hechos son como son, y la cobardía del PSOE (cuyo secretario general, antes de acceder al gobierno, pidió, no lo olvidemos, una revisión del delito de rebelión para que pudiera aplicarse a los presos políticos catalanes) ante la derecha y sus propios barones internos nos ha traído hasta aquí. El juicio político más importante de la democracia del régimen del 78.

Catalunya, y, por extensión, Euskal Herria y -aunque en menor medida- Galicia, son en sí mismo el problema número uno de la política del Estado español. Por no referirnos ahora al problema más próximo a quienes suscribimos este artículo, el problema vasco, de hondas raíces históricas, el llamado “problema catalán” tiene, por razones históricas, políticas, económicas y demográficas, una dimensión que, siendo en su naturaleza similar al problema nacional vasco, adquiere una relevancia que hace todavía más incomprensible que se quiera sustraer al ámbito de las decisiones políticas y remitirlo a instancias judiciales que, por otra parte, como ha quedado bien acreditado una vez más, manipulan los hechos hasta los extremos más nefandos, ignominiosos y hasta humillantes para con una sensibilidad democrática basada en el respeto a los derechos fundamentales.

Un mínimo repaso a la historia de Catalunya, una nación sometida tras la Guerra de Sucesión con la supresión y arrasamiento de sus Constituciones, una nación que al menos desde las bases de Manresa de 1892, y siguiendo por la Mancomunidad de Catalunya de 1914 -cuyo fin era recuperar la capacidad de la gestión administrativa de las antiguas Cortes Catalanas- y que disolvió Primo de Rivera en 1924, la Catalunya del Estatut de 1932 (resulta aleccionador ver con qué argumentos se combatía aquel Estatut desde España, sus descalificaciones parecen las de un discurso actual de Inés Arrimadas), los pronunciamientos a favor de una República catalana -el efímero de 1873, que proclamaba “el Estado catalán federado con la república española”; el de Macià en 1931, que declaraba “en nombre del pueblo de Catalunya, proclamo el Estado catalán bajo el régimen de la República catalana, que libremente y con toda cordialidad anuncia y pide a los otros pueblos hermanos de España su colaboración en la creación de una Confederación de pueblos ibéricos”, o el de 1934 de Companys, que vuelve a proclamar el Estado catalán y acaba en prisión-, hasta llegar a nuestros días con un agotamiento del llamado régimen del 78.

Ese agotamiento, en el caso catalán, se ha traducido en que muchos catalanes que (al contrario de los muchos vascos que votaron no o se abstuvieron en el referéndum constitucional de 1978) creyeron en un cierto margen de interpretación constitucional que permitiera el respeto pleno a su realidad nacional han visto que no solo no se les respeta sino que, además, se les esquilma cada año en un significativo porcentaje de su PIB. Y en que hayan optado, desde el auténtico golpe de Estado a la Constitución perpetrado el 28 de Junio de 2010 con la sentencia contra el Estatut del 2006, por el planteamiento del derecho de autodeterminación, y, como primera instancia, por una reclamación de poder someter la cuestión a referéndum. Lo hicieron por vías institucionales hasta 18 veces. Es importante recordarlo cuando se habla de unilateralidad. La unilateralidad puede ser producto de la falta -en este caso flagrante- de voluntad bilateral por parte del Estado español.

Nos encontramos ahora, tras estos últimos años de lucha persistente, masiva, pacífica y democrática de millones de catalanes, con un Estado que, mediante la burda manipulación de hechos absolutamente verificables y profundamente pacíficos en su expresión, quiere castigar ejemplarmente conductas democráticas y tipificarlas como hechos violentos que merecen unas penas comparables, cuando no superiores, a casos tipificados como rebelión o sedición. De ahí la obsesiva definición de manifestaciones masivas y pacíficas como supuestamente protagonizadas por incontrolables turbas violentas.

Es el Estado que no dudó en pasar por encima del Estatut del 2006, acordado en el Congreso, refrendado en el Senado, sometido a referéndum y firmado por el rey; ese Estado que, como bien recordaba Jordi Turull, se salta una tras otra las resoluciones del Tribunal Constitucional que dan la razón a la Generalitat. El Estado que, como denunció Jordi Cuixart ante la Sala presidida por Marchena, está cercenando, uno tras otro, derechos fundamentales no solo de catalanes, sino de todos los ciudadanos. Un Estado que pretende algo que, por mucho que ahora lo exhiba impúdicamente, estamos seguros que no conseguirá, es decir, sustraer, una vez más, un problema político, el problema de Catalunya y el resto de naciones del Estado, del debate y resolución política, y llevarlo a sus tribunales, conveniente afinados, pretendiendo así atajar por la vía punitiva un problema secular que sigue sin ser resuelto. La batalla que libra la Catalunya que defiende los derechos fundamentales, esa Catalunya que va más allá de los presos políticos y formaciones independentistas, porque no es - o no solamente- la batalla por el derecho a la autodeterminación o la independencia, sino la batalla por los derechos fundamentales de las personas y los pueblos, es la batalla de todos los que defendemos, desde la firmeza democrática, el pacifismo y la plena validez de la desobediencia civil, la dignidad y la no incriminación de quienes defienden sus derechos inalienables hasta sus últimas consecuencias.

Más pronto que tarde, aunque ahora -parafraseando a El Burlador de Tirso de Molina, “el que un bien gozar espera, cuando espera desespera”- se nos haga muy largo, e incluso se aventure un final en el Tribunal de los Derechos Humanos de Estrasburgo que puede traducirse en no menos de 7 años, la razón de la democracia y los derechos fundamentales se acabará imponiendo. Porque no puede asistir sino razón a aquellos que, durante tanto tiempo, no han hecho sino plantear una lucha valiente, democrática, pacífica y, por qué no decirlo, hermosa, por los derechos fundamentales. No debemos desfallacer en esa lucha. No tenemos derecho a desfallecer. Hace siete siglos, Ramon Llull dejó escrito, en sus Proverbis: “Causa extrañeza que, en la ciencia del derecho, se violen los derechos de la razón”. Ganaremos la batalla.