HACE unos meses fui entrevistado, junto con otros expertos, por The New York Times, que estaba elaborando un largo artículo sobre megaproyectos en China y publicado en el periódico neoyorquino con el título In China, Projects To Make Great Wall Feel Small (En China, proyectos que hacen sentir pequeña a la Gran Muralla). El caso chino impresiona por la magnitud de sus obras de ingeniería y arquitectura, pero también por la ausencia de cortapisas a los planes desarrollistas del gobierno, algo que solamente una sociedad regida de modo autoritario puede permitirse.

El autoritarismo chino define no solo el enfoque del país al desarrollo sino también su estrategia de influencia internacional. A finales de 2017, un parlamentario australiano tuvo que dimitir al descubrirse que había sido corrompido por China. Como consecuencia, Australia aprobó una ley que impide las donaciones extranjeras a grupos políticos y civiles. Acercándose a las comunidades chinas en la diáspora, el partido comunista chino financia campañas de ONG y grupos de activistas para ganarse su beneplácito y una postura favorable a China en asuntos políticos o de derechos civiles.

En Europa, China sigue tejiendo una red de influencias que permita transmitir una imagen favorable del país en Occidente. El señor David Cameron, ex primer ministro británico, desaparecido de los medios de comunicación desde que dimitiera a consecuencia del desastre del Brexit, encabeza hoy un fondo de inversión en la Nueva Ruta de la Seda, y es remunerado con dinero chino. El señor Jean Pierre Raffarin, primer ministro francés de 2002 a 2005, se ha convertido en el portavoz de China en Francia.

Xi Jinping viene realizando anualmente una gira por los países africanos en los que China tiene inversiones, más de la mitad de los países del continente. La amistad sino-africana se ha ido estrechando bajo la premisa de que China ve a África como un continente de oportunidades, una postura claramente contrapuesta a la europea, que siempre ha percibido el continente negro como una fuente de problemas.

Anteriormente a Xi Jinping, China se acercó a África en busca de materias primas. Xi añadió otra dimensión a la relación: la de la posibilidad del desarrollo africano. La intención fue mostrar a África que si China pudo salir de la miseria en treinta años, ellos también pueden conseguirlo, afirma el analista François Bougon. La “solución china” -capitalismo autoritario liderado por el Estado, con grandes inyecciones de capital- gusta en África, donde China y Xi Jinping son muy populares.

La inversión china en África suma 120.000 millones de dólares desde 2013. Entre el 30% y el 50% de las infraestructuras africanas han sido construidas por China y/o están bajo el control chino, un país que ha invertido también en escuelas, hospitales y otros aspectos que contribuyen al desarrollo. China presta dinero a los dictadores africanos, algo que los bancos internacionales controlados por Occidente no hacen. Y en un contexto en el que el estado de derecho es muy vulnerable o casi inexistente, corromper a las élites políticas con promesas, dinero y contratos no resulta excesivamente complicado.

El perfil de aliado ideal para Xi Jinping es el de un líder suficientemente autoritario para garantizar estabilidad por la fuerza y suficientemente pragmático para defender la importancia del desarrollo y dejar espacios para el progreso de la sociedad civil. Para ganarse a los africanos, Xi no ha dudado en recordar el imperialismo occidental del que tanto China como África fueron víctimas. “Sufrimos una experiencia similar y conocimos la misma lucha”, ha dicho Xi en una de sus cumbres africanas.

Para garantizar su comercio con África y consolidar la inversión, Xi Jinping ha llegado al extremo de instalar en suelo africano la primera base militar china en suelo extranjero. Ha sido en Yibuti, en la trayectoria de una ruta comercial muy transitada de camino al Canal de Suez. La base comenzó sus operaciones en 2017, con varios miles de militares chinos, después de numerosas declaraciones oficiales en las que China negó que tuviera intenciones de expandirse militarmente por el mundo.

Se trata de un giro copernicano en la política china, que augura decisiones similares en el futuro. Liu Mingfu, coronel retirado del ejército popular, predice que en dos décadas el poder militar chino superará al estadounidense. Ese es, sin duda, el claro objetivo de Xi Jinping. “El ejército, a todos los niveles, debe reforzar su entrenamiento y prepararse para la guerra. No hay que temer ni a la dificultad ni a la muerte”, afirmó Xi en un discurso de 2018 a 7.000 soldados, seguido por 4.000 instalaciones militares en todo el país.

En el Mar de China, Xi ha decidido impulsar sus objetivos militares multiplicando las demostraciones de fuerza frente a las bases estadounidenses, presentes en esas aguas desde la Segunda Guerra Mundial. “En 20 años les obligaremos a retirar sus barcos de esa región”, afirma el coronel Liu Mingfu. En los últimos años, China ha reivindicado una soberanía histórica sobre el Mar de China y se ha apoderado de las aguas y de varias islas de sus vecinos. A finales de 2017, China instaló bases militares en las islas Spratly y Paracelso. La militarización de las islas del sur de China es algo que Xi había negado que tuviera intención de hacer en una visita oficial a Washington poco tiempo antes.

Con una mayor influencia económica, política y militar, Xi está en disposición de diseñar y liderar un nuevo orden mundial. La Organización de Cooperación de Shanghai (OCS) está pensada para comenzar a construir este nuevo orden, que pretende reemplazar al diseñado por Estados Unidos al final de la Segunda Guerra Mundial. Rusia, India, Pakistán y cuatro repúblicas exsoviéticas autoritarias de Asia Central (Kazajistán, Uzbekistán, Tayikistán y Kirguistán), además de China, forman la OCS. Irán y Turquía participan como invitados y futuros miembros.

“Hay que caminar sobre dos piernas”, afirmaba Mao; una es influir en las organizaciones existentes, lideradas por Occidente, y la otra es crear organizaciones alternativas. La era asiática, impulsada por la realidad de la traslación del centro de gravedad de la economía mundial de Occidente a Oriente, se refuerza en su dimensión política a partir de la rivalidad frontal entre democracias y sistemas autoritarios. La “gran unidad mundial”, con China en su centro, pretende hacer partícipes a todos los países de los mismos niveles de seguridad y prosperidad. Sin embargo, en esta versión de un “imperialismo benigno” los valores democráticos desaparecen de la ecuación.

El partido comunista chino promete construir un futuro positivo y de prosperidad para todos pero, desde Mao, el objetivo de los comunistas chinos ha sido expandir su ideología por el mundo y construir un “paraíso comunista” mundial. El mundo de Xi Jinping es uno en el que todos se enriquecen a cambio de que toda la sociedad, sin contrapoderes, siga el mismo paso. En China, como sabemos, toda oposición, de cualquier tipo, al partido comunista, se reprime de forma expeditiva, muchas veces brutalmente.

La economía y el objetivo del desarrollo son, pues, una forma de dominación en la que China toma decisiones con un frente ideológico reforzado que trata de mostrar las debilidades de las democracias occidentales para así ganar aliados pro China y avanzar en sus objetivos de influencia global. Esta dualidad político-económica, inseparable en la “solución china”, la convierte en un reto muy difícil de enfrentar.

A la vista de los acontecimientos y de las proyecciones, que auguran un aumento de la ya creciente influencia de China en el mundo en los años venideros, la pregunta que surge es si Occidente cree necesario, y si será capaz, de desarrollar una estrategia unificada basada no solo en la geoeconomía, sino también en los valores democráticos, que contribuya a un reequilibrio político mundial. El futuro próximo promete albergar acontecimientos decisivos respecto a la incipiente e inequívoca rivalidad entre las democracias occidentales y las ambiciones del partido comunista de la República Popular.