A veces pienso que empiezo a estar desfasado. Como fuera de catálogo. Y es que es verdad que el mundo evoluciona a velocidad supersónica.

A los que como yo empezamos a tener una edad, nos cuesta incorporarnos al pensamiento y a las costumbres del momento. Vivimos más acordes al siglo pasado que a éste y nos quedamos perplejos ante la incomprensión que algunos de nuestros recuerdos provocan, por ejemplo, entre los millennials, esa generación que ,según los entendidos, tiene entre 16 y 36 años.

Es fácil identificar a un individuo perteneciente a este catálogo. Basta con contar uno de tus recuerdos para darte cuenta de que el individuo en cuestión te mira como las vacas al tren. No saben de qué les hablas. Es como si su disco duro se hubiera formateado con posterioridad a la información que les suministras y todo lo que dices le resulta ignoto, desconocido, insospechado y, además, inútil.

La última vez que tuve esta experiencia de sentirme tan antiguo como el hilo negro aconteció el pasado lunes. El hijo de un amigo acababa de licenciarse en periodismo y le cuestioné por sus preferencias profesionales y referentes individuales. Fue en ese preciso momento cuando, al mencionar el nombre de diversos periodistas de prestigio, el recién llegado al mundo de la comunicación se encogió de hombros. Había citado, entre otros y vinculándolo a la radio deportiva, a José María García. Para el chaval fue como si nombrara a un marciano. “¿Que no sabes quién es José María García?”, exclamé extrañado. “Sí hombre -apostillé-, Butanito”. Estímulo negativo. Como quien oye llover. Para intentar refrescar su recuerdo, empecé a imitar aquel monstruo de la comunicación. “Ojo al dato”, dije con retintín. “Pablo, Pablito, Pablote...”. El nuevo periodista ni parpadeó. Así que no tuve más remedio que contextualizar al personaje: un rutilante locutor y comunicador famoso por sus chanzas radiofónicas, su agresividad y por los insultos inventados a diestro y siniestro. Hoy, aquellas ocurrencias suenan a conocidas, pero entonces, la innovación léxica de “supergarcía” causó furor. Suyos son los “abrazafarolas”, los “chupópteros”, “cantamañanas”, “correveidiles”, “lametraserillos”, los “estómagos agradecidos”? Todo un catálogo de descalificativos que por entonces hacían gracia y retrataban, más que a los ofendidos, al emisor de tales pullas.

Fue entonces cuando el joven redactor sin memoria ni referencias reaccionó. “Ya, ese García debió ser el maestro de Pablo Casado”. Glub. Tierra trágame, pensé para mis adentros. Aunque, bien visto, quizá aquel chaval tenía razón.

Me acordé de la rueda de prensa que el presidente del PP había dado el miércoles en Cuenca. Hacía tiempo que no había visto nada igual. Desatado, con premeditación y alevosía, Pablo Casado cargó contra Pedro Sánchez como nunca lo había hecho. En su inflamada sobreactuación, pude contar hasta diecinueve insultos o improperios dirigidos al inquilino de La Moncloa. “Traidor”, “felón”, “ilegítimo”, “chantajeado”, “deslegitimado”, “mentiroso compulsivo”, “ridículo”, “adalid de la ruptura en España”, “irresponsable”, “incapaz”, “desleal”, “catástrofe”, “ególatra”, “chovinista del poder”, ”rehén”, “escarnio para España”, “incompetente”, “mediocre”, “okupa”.

Después de la vomitona, quienes asistieron a la comparecencia pública del líder popular le preguntaron por la dureza de sus adjetivos, pero Casado negó la mayor: “Esto no son calificaciones, son descripciones”.

Este lamentable episodio tenía como origen la decisión del Gobierno español de admitir la búsqueda de un “relator” que intermediara en el diálogo pendiente con las fuerzas políticas catalanas de cara a posibilitar un desencalle de la grave crisis institucional y política que desde hace unos años vive el Estado. Una figura externa, utilizada en múltiples ocasiones y por diferentes gobiernos -también por el PP de Aznar y Rajoy- para engrasar posibles soluciones a desavenencias atascadas. Y la crisis del Estado con Catalunya lleva bloqueada mucho tiempo y solo podrá encontrar vías de solución a través del diálogo, el respeto democrático y la acción política.

Error o no en la estrategia de comunicación del ejecutivo socialista, la olla a presión de la política española se recalentaba hasta extremos no conocidos en los últimos tiempos.

No mencionaré las reacciones que este episodio ha provocado entre los propios socialistas. Creo que esa vieja guardia de baronías y jarrones chinos debería dejar de mirarse al ombligo y a sus propios intereses pero de sus indecentes críticas será el propio PSOE quien deba ocuparse. Lo realmente preocupante ha sido la reacción combinada de la triple alianza populista. La confluencia de las derechas convocaba a los españoles a “salir a la calle” contra “la humillación de Sánchez” y para “echarle” del gobierno. El diario ABC, fiel reflejo del ambiente de confrontación, publicaba una portada en la que situaba conjuntamente la imagen de Casado, Rivera y Abascal (PP, C’s y Vox) movilizados “contra la traición de Sánchez”. Mañana domingo es la cita, en la madrileña plaza de Colón, a la sombra de una bandera rojigualda de 294 metros cuadrados (ellos no son nacionalistas españoles) y con los autobuses pagados por el PP de la Gürtel.

Lo cierto es que, sin afán de alarmismo, la actual coyuntura política en el Estado encuentra similitudes (nefastas diría yo) con otro momento histórico de infausto recuerdo. Fue el tiempo transcurrido entre noviembre de 1933 y febrero de 1936, conocido como Bienio Negro. Durante ese período, la Segunda República vivió avatares convulsos. La unión de las derechas (Partido Republicano Radical de Lerroux y la CEDA de Gil Robles) provocó una involución democrática con la paralización de las reformas educativas, agraria y militar. Se intensificó el enfrentamiento político. También con los nacionalistas vascos y catalanes. La tensión y la ruptura llegó a tal punto que en ese calentamiento se produjo la Revolución de Octubre, con especial incidencia en Asturias, mientras que en Catalunya, Lluís Companys proclamaba el Estat catalá.

La tensión acabó con la intervención cruenta del ejército. Más de mil trescientos muertos, treinta mil detenidos y los principales dirigentes políticos encarcelados. Companys fue juzgado y condenado por rebelión. Saldría de la cárcel amnistiado tras la victoria del Frente Popular.

En aquellas terribles circunstancias, el mismo diario madrileño que hoy llama a la confluencia de las derechas, lo hacía con el siguiente mensaje: “No una política, ni siquiera una forma de Gobierno va a substanciarse en los comicios próximos, sino la existencia misma de España como país unido y como país fiel a la civilización”. Para afrontar dicho desafío, ABC entonces, como hoy, propugnaba: “Unión de los caudillos, elevación de propósitos, valor cívico, confianza en el pueblo, efusión entre todos los partidos defensores de la nacionalidad, que olvidan sus diferencias adjetivas ante el imperativo de esta guerra de independencia. Todos estos signos, que aparecen al iniciarse la campaña electoral, son buen augurio para los resultados de esta batalla decisiva”.

Tomen buena nota del precedente los desmemoriados. Y afánense los dirigentes públicos en no inflamar aún más el ambiente. Los problemas políticos enquistados no se solucionan elevando la temperatura de las pasiones o haciendo llamamientos a las más recias esencias del palo y tentetieso. La tozuda realidad lo demuestra, y como exponente incontestable está el comienzo del juicio al procés que, a partir del próximo martes, desarrollará el Tribunal Supremo. De los doce acusados que se sentarán en el banquillo, nueve llevan más de un año en prisión provisional en actitud procesal insólita de venganza. Nos enfrentamos, en definitiva, a un sumario injusto. Nadie salvo la judicatura, la fiscalía y la abogacía del Estado en España -no así en Alemania, Reino Unido, Bélgica o Suiza- ha visto ni rebelión ni sedición entre los acusados. Porque ni en el Procès hubo violencia, ni se subvirtió el orden constitucional porque, como está probado, Catalunya no es hoy una república. Alguien deberá explicar por qué a poner urnas en Catalunya se le llama “golpismo” y reclamar que se haga en Venezuela o en España -“elecciones ya”- es un ejercicio democrático.

El momento que nos toca vivir augura episodios peligrosos de alta tensión. Aprendamos del pasado para evitar un incendio que nos abrase a todos.