Y no me refiero a Cristina Cifuentes, sino a mí mismo porque no me queda más remedio que volver, como la burra al trigo, al asunto de la semana pasada: el máster de Cifuentes y lo que va con él, que es mucho. Cifuentes comparece y ni aclara sus embustes ni prueba nada y se limita, como hacen todos, a amenazar con querellas, demandas, denuncias, que es el deporte nacional, algo que más que al reclamo del legítimo amparo judicial se parece cada vez más a la práctica deportiva de la estafa procesal.

La defensa de Cifuentes se basa no solo en el desvergonzado apoyo político de su partido, sino en negar y negar la evidencia. Llega la hora del sacudirse las pulgas. Mientras unos dicen que no hay acta, otros que nada han firmado y que las firmas son falsas por lo que el acta es un pufo urdido, al parecer, por obra del diablo. Por su parte, el rector de la Rey Juan Carlos, tan acosado en este caso como la propia Cifuentes, comparece y se desdice de lo dicho, embarulla un poco más el caso y echa el apestoso paquete a la Fiscalía. ¿Cuándo mentían? ¿Entonces, ahora o siempre? Si nos enteramos de algo como lo sucedido, resulta temible pensar en qué no habrán hecho.

Lo que entre unos y otros dejan en claro es que Cifuentes mintió en su currículo político, lo hizo en sus primeras explicaciones oficiales y lo volvió a hacer en su comparecencia parlamentaria. Pero no solo mintió, sino que lo hizo exhibiendo un documento que produce efectos jurídicos y que es falso, un documento que se fabricó de manera dolosa y se exhibió lo mismo, con plena intención de engañar a la opinión pública y de beneficiar a Cifuentes, es decir, que le fabricaron una coartada con la seguridad de la impunidad política y judicial.

En resumen: no hay trabajo. No hay acta. No consta en secretaría. A negar se ha dicho. Una profesora ha confesado. Miente. Las firmas son falsas. No es cierto. ¿De quién son entonces? Mienten como respiran. El tutor dice que fabricaron la coartada de Cifuentes. Intentan acallarlo con aplausos. Las notas se cambiaron irregularmente. Que venga un juez y lo bendiga. El rector confirma y no confirma y echa el asunto hacia la Fiscalía con la esperanza, tal vez, de que haya suerte y de que en ese terreno nada se aclare... Y lo más importante: Cristina Cifuentes sigue sin dimitir.

Es un cúmulo de irregularidades maliciosas que si no son indicios claros, en algunos extremos, de delito es porque no se pone suficiente interés y diligencia en ello. Pero lo peor, a mi modo de ver, es la indiferencia, el encogimiento de hombros, no ya mediático -la resolución del tribunal alemán del caso Puigdemont ha venido muy bien-, sino social y el interés en que esta acusación caiga sobre los hombros de una oposición pintada siempre como destructiva, mientras la derecha calla, niega la evidencia o apoya con descaro a la interesada y sus cómplices, y mete todos los palos que puede entre las ruedas para que se imponga el relato de que aquí no ha pasado nada, de que la denuncia del abuso es, según el presidente de Gobierno, “bastante estéril”. Declaración esta que ha sido completada con carcajadas... Hablar de falta de decoro es poco.

A buena parte de la sociedad española lo del máster de Cifuentes le importa un comino porque ni siquiera saben qué cosa es, porque eso pertenece a un mundo que no es el suyo y lo de arrimarse medallas es una picardía muy extendida... ¿Y mentir? ¿Qué importancia tiene eso? Ninguna, absolutamente ninguna. Nuestros gobernantes vienen haciéndolo de manera ejemplar. Si ellos mienten ¿por qué no nosotros? Qué más da. Contagiosa falta de ética la de la vida española. Aquí lo que cuenta es la fachenda y como mucho el tener un descuido, “una mala tarde”.

En el refugio del “hablarán los tribunales” tienen, como mínimo, un respiro, añadido a la seguridad de que el paso del tiempo difumina mucho las cosas y de que no hay enormidad que no acabe aplastada por otra de igual o mayor calibre. ¿Dimitir? Ese verbo en España no se conjuga, ha quedado obsoleto por falta de uso.