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¿Y pasado mañana qué?

cUANDO un gobierno transforma una cuestión política en un tema de orden público y pone todos los medios a su alcance para impedir que la gente pueda expresarse democráticamente, demuestra primero muy poca talla política y segundo muy poca talla democrática.

Sin embargo, en Cataluña, en esas nos encontramos. Con un despliegue policial sin precedentes, tanque de agua incluido, ¿y para qué? Para impedir que millones de catalanes ejerzan su derecho a expresarse libremente sobre una cuestión, la de su permanencia o no en el Estado español, que por más que se empeñen los del “a por ellos, oe” no se puede resolver con porras y mangueras.

No obstante, mañana, por más que la voluntad de gran parte de la ciudadanía catalana sea la de votar, da la sensación de que no podrá celebrarse un referéndum con las mínimas garantías y que, por lo tanto, como en las series americanas, el 1-O no será más que un to be continued lleno de incertidumbres.

¿Qué va a pasar el día 2? ¿Alguien cree que a las personas que mañana pasen horas apostadas en la puerta de un colegio electoral frente a los mossos, guardias civiles o policías nacionales con la firme intención de manifestar su deseo de dejar de formar parte del Estado, se les va a pasar ese sentimiento al día siguiente? ¿De verdad cree el Gobierno español que va a resolver algo impidiendo votar?

Es evidente que el procés no ha sido perfecto; desde el momento en que la marea popular prorreferéndum dejó en manos de las instituciones la celebración de una consulta, se han cometido numerosos errores.

Convocar elecciones plebiscitarias y vender la derrota en votos como una victoria por el reparto de escaños; saltarse a la torera la legalidad vigente otrora intocable cuando había que desahuciar gente de sus casas, por ejemplo; violentar el reglamento del Parlament o faltar al respeto a cualquier disidencia de la línea oficial al grito de fascista, son cosas que no animan precisamente a aplaudir el camino que ha llevado a los catalanes hasta el 1-O.

Sin embargo, la reacción del Gobierno español, el poder judicial y los medios de comunicación, por no hablar de los exaltados patriotas que al más puro estilo Torrente han generado innumerables escenas de vergüenza ajena, han colocado la situación en una especie de tablas, de tal forma, que a 24 horas de la convocatoria electoral, el personal se divide entre quienes deseamos que no haya episodios violentos y quienes, provocaciones mediante, están ansiosos de poder llevarse las imágenes de alguna agresión contra cosas o personas a la boca.

Por desgracia, el 1 de octubre se va a limitar a eso, a comprobar si la jornada teóricamente electoral se convierte en una movilización pacífica, o si por el contrario vamos a ser testigos de lamentables escenas violentas que den por tierra con las simpatías que fuera de nuestras fronteras pueda tener el proceso.

Ya sea de una manera o de la otra, lo que es seguro es que el 2 de octubre volverá a amanecer y que el problema de la organización territorial española seguirá estando ahí, si cabe, mucho más agravado de lo que estaba antes de que llenaran el barco de Piolín de guardias civiles.