Humanizar la política penitenciaria
CORRÍAN las primeras semanas desde el inicio de la cruenta Guerra Civil y la España republicana vivía inmersa en un escenario revolucionario en el que se pretendía sustituir la república burguesa por una república proletaria ya que, como indicaba el propio presidente del Gobierno, el socialista Francisco Largo Caballero, “tenemos que ser marxistas y serlo con todas sus consecuencias”.
En aquel clima de violencia y fanatismo en el que la autoridad parecía residir en la actuación arbitraria de las fuerzas políticas y sindicales de izquierda y sus milicias más que en el propio Gobierno, el “terror rojo” de las chekas (centros de detención no oficiales donde se torturaba y ejecutaba sin juicio previo) constituía el modus operandi habitual en distintas ciudades. La política carcelaria era un sistema caótico y las garantías de derechos para los presidiarios brillaban por su ausencia.
Sin embargo, el 25 de septiembre de 1936 marcó el inicio de un punto de inflexión en la realidad penitenciaria. Aquel día, el abertzale Manuel Irujo Ollo fue nombrado, en contra de su inicial voluntad, ministro sin Cartera haciéndose cargo, entre otras competencias, de la política carcelaria. Su profunda convicción humanista y su firme determinación comenzaron a dar pronto sus frutos en clave de liberación de prisioneros, como en el caso del jesuita y profesor de la Universidad de Deusto Luis Izaga o en el de un médico bilbaino, apellidado Beitia, que salvó la vida la víspera de ser paseado.
La realidad de los hechos Ya en mayo de 1937, es nombrado por el nuevo presidente del Gobierno, el también socialista Juan Negrín, titular de la cartera de Justicia. Comienza entonces su gran labor en pro de los derechos de los encarcelados, una titánica tarea que ha recibido la denominación de “humanización de las cárceles”. Ayudado por el político valenciano de Izquierda Republicana Vicente Sol Sánchez y por el abogado y nacionalista navarro Miguel José Garmendia Aldaz (de Oroz-Betelu), como director e inspector general de Prisiones, respectivamente, Irujo se juramentó para lograr la defensa de los derechos humanos en los presidios.
Durante los primeros diez días de su nuevo mandato, abrió una investigación especial para esclarecer las muertes acaecidas en la prisión-sanatorio de Orihuela (Alicante) que acogía a reclusos ancianos y enfermos; denunció al Fiscal General de la República por graves anomalías detectadas en los sumarios de los juzgados de Valencia y su línea de nombramiento de jueces especiales para dirimir responsabilidades sobre sucesos ocurridos en el ámbito de las prisiones tuvo como consecuencia que “no se haya asaltado una cárcel, ni cometido un asesinato, ni aparecido un cadáver en las cunetas”, situación ésta que contrastaba radicalmente con la convulsa realidad anterior de 150 muertos en la cárcel de Jaén y 40 en la de Barbastro (Huesca).
En el plano material, procedió a importantes reformas en los 120 centros penitenciarios a su cargo, dotándolos, por primera vez en meses, de perfecto servicio higiénico y botiquín “de tal manera que no hubo una sola epidemia”; se construyeron duchas y bañeras, se proveyó de jergones a las camas y se distribuyó vestimenta adecuada a todos los reclusos, autorizándose la entrada de ropa desde el exterior. Además, se aumentó de manera considerable la ración alimentaria diaria, con la ventaja añadida de que, gracias a la supresión de los comités políticos de las prisiones y las comisarías con sus correspondientes directores, “la consignación llegaba completa a los presos”.
En virtud de esta política garantista y dignificadora, se adoptaron medidas relativas a la aplicación de la ley en materia de libertad condicional, autorizándose al tiempo permisos carcelarios “para que se trasladasen a sus domicilios respectivos, en actos importantes de la vida civil de sus familiares”. En una visita a la cárcel de Murcia, Irujo, después de arrancar del penado su promesa de que se reintegraría a prisión, autorizó a un recluso a visitar a su mujer moribunda. En esta línea, puso fin al concepto de “presos gubernativos”, al acabar con el encarcelamiento prolongado indefinidamente sin que el reo fuera oído por tribunal alguno.
La política de humanización de las cárceles dio lugar a circunstancias inconcebibles en contextos previos, como la de que los presos del campo de trabajo de Valmuel (Alcañiz), que operaban en la construcción del canal de Aragón, salieran a trabajar “a 12 kms. sin guardas y volvían todos” y que en Caspe los presos compartían refugios antiaéreos con la población civil, regresando luego a la prisión, sin registrarse deserción alguna.
Este conjunto de medidas, que incluyó la creación de un Consejo Nacional de Menores a cuyos beneficios se sometía la población reclusa menor de 18 años, fueron recogidas por Miguel José Garmendia en su informe “Situación de las Prisiones” y respondían a la profunda convicción del ministro estellés y su equipo en que la justicia debía actuar en todo momento de manera independiente, “dignificándola y haciéndola eficiente, igualitaria y humana, respetando dentro de lo posible las conciencias contrarias que no se habían manchado con el delito”. Esta política se acompañó también de la sustitución de “responsables políticos” (provocadores de graves disturbios) por funcionarios en la dirección de las prisiones. La República viraba así hacia el restablecimiento del orden social y el reforzamiento de su autoridad.
Hoy, ocho décadas después de aquellos acontecimientos, la política penitenciaria sigue siendo un elemento de primer orden en la agenda política de las instituciones y partidos políticos vascos, como herramienta que permita la consolidación de la paz y nuevos escenarios de convivencia político-social. Pero a diferencia de aquel entonces, donde vascos de distinto signo ideológico como los nacionalistas Irujo y Garmendia, el socialista Zugazagoitia y el republicano Mariano Ansó Zunzarren (sustituto de Irujo al frente del Ministerio de Justicia) supieron aplicar medidas humanistas y de aminoramiento del sufrimiento en un tiempo de guerra, la derecha vasca del PP no parece entender, en un tiempo de no violencia, que la justicia nunca debe basarse, so pena de perder su auténtica esencia, en criterios de venganza, revancha o castigo.
Los dirigentes populares vascos y sus homólogos en el Gobierno español no pueden seguir haciendo oídos sordos a las demandas sociales y a las diferentes iniciativas institucionales (como las diseñadas por el Gobierno vasco) en pro del acercamiento geográfico de los reclusos o la liberación de aquellos con enfermedades graves. Condicionar, como recientemente ha hecho Borja Semper, un cambio en la política penitenciaria a la disolución definitiva de ETA, solo puede ofrecer argumentos a aquellos que se resisten a abandonar un modelo político-militar que tanta desolación ha causado en nuestra sociedad. Solo sirve para alargar un tiempo que ya es demasiado largo. Pero si se opta por seguir siendo refractario al sentir de la mayoría ciudadana, analizar las ideas y la praxis de aquellos prohombres republicanos, puede ser un buen ejercicio de avance.