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Propaganda negra

TENGO idea de que la propaganda negra la echó a rodar el general Emilio Mola en las primeras semanas del alzamiento militar de julio de 1936. Fue una eficaz arma de guerra que provocaba no ya el desconcierto de la población -tanto de territorio alzado como del que no lo era-, sino que creaba un sistema de dudas y de certezas favorables a los golpistas: las verdades oficiales, incuestionables, cómodas sobre todo. Lo que sin discusión posible ocurría era lo que decían los altavoces callejeros, la prensa, las radios con sus vibrantes locutores? Importaba muy poco que lo que se dijera fuera siquiera remotamente verdad. Propaganda negra. Era muy difícil luchar contra ella.

De esto me he acordado estos días con la noticia del aviso de los servicios secretos americanos a los Mossos catalanes avisando de la inminencia de un atentado en Barcelona.

Hace unos años, pocos, podía resultar indignante, y mayoritariamente rechazable, que un medio de comunicación publicara una noticia falsa que pusiera en tela de juicio a un opositor político o a alguien relacionado con este, el independentismo catalán en este caso. Sonaba grosero, casi bolchevique? de no acordarse de aquella propaganda de guerra en la que las enormidades eran la norma, convertidas de inmediato en dogma. Ahora no, ahora tragamos con cualquier cosa; tragamos sobre todo con lo que nos conviene o con lo que le conviene a quien tiene en un puño los medios de comunicación. No se lleva poner en duda lo que circula por los canales de información a los que estamos abonados. Quien urdió esa infame grosería contaba con ello.

¿Informados? Parece que estamos informados al detalle de lo que sucede, y en famoso “tiempo real”, y es posible que solo estemos adoctrinados o que en esa dirección al menos vayan las noticias que se hacen circular, y que nuestras modestas opiniones no pasen de ser mera bulla. Las relacionadas con el reciente atentado de Barcelona son un ejemplo, pero hay muchos más? olvidados por supuesto. No hace falta remontarse a las que inculpaban del pavoroso atentado del 11-M a ETA. Entre tanto ha cundido ese salpicón de noticias falsas que buscan la ruina de los opositores políticos; en prensa, claro, pero también en las cada vez más poderosas redes sociales, y hasta en sede parlamentaria, lo que antes podía ser un colmo, pero ahora no.

Es vergonzoso, sí, pero solo para una parte de la población; otra recibe alborozada las patrañas, las aplaude y repica haciendo causa común con quien las echa a rodar porque conviene y beneficia a algo más que a un estado de opinión: a un poder político. E importa muy poco que los tribunales de justicia terminen, en algunos casos, poniendo las cosas en su sitio y restableciendo algo que de manera lastimosa ya solo tiene “apariencia” de verdad.

Ahora mismo resulta difícil discernir lo que es cierto de lo que es embuste intencionado o mera propaganda política, y lo que es peor: importa cada vez menos. Una noticia tapa la otra, lo que cuenta es el efecto del presente, su fugacidad, el golpe de efecto y sus inmediatas consecuencias. ¿Información? No, desinformación a raudales, de manera grosera, como esa de los atentados de Barcelona, y de manera sibilina, con apariencia de sensatez, objetividad e imparcialidad, a diario, en primeras planas y en los rincones de opinión. Basta haberse granjeado de antemano la credibilidad del público, haber secuestrado su buena fe, ocupado su capacidad de reflexión y de pensar por cuenta propia. Las tertulias radiofónicas y televisivas, protagonizadas por pillos y desaprensivos, son un buen repicadero de las noticias falsas, malintencionadas, que se convierten en última instancia en legítima opinión. Lo que cuenta es la audiencia, la parroquia, las urnas, el poder. Nadie da marcha atrás porque hacerlo no es noticia ni sirve para nada. Y una vez más me acuerdo del poeta Félix Grande en Boceto para una placenta: “Tengo la prisa del insomne que una noche descubre / que casi todo ocurre sin su consentimiento ni participación. Y no me gusta”.