ESTE mercado laboral cosifica a los trabajadores. El trabajo es una necesidad para la subsistencia y un bien imprescindible para el desarrollo de la vida digna de cualquier persona. Sin embargo, la gran recesión en que estamos ha dejado una estela de deterioro en la situación de empleo que ha puesto en cuestión el segundo de los presupuesto, acarreando precariedad y pobreza laboral.
Nos hemos acostumbrado a convivir con personas en paro, trabajando intermitentemente o buscando empleo sin encontrarlo. Aunque difieren las circunstancias, según el tamaño de la empresa o el sector económico, son muchos los jóvenes contratados de manera abusiva como becarios o en prácticas, otros tantos como mileuristas, y otros que, pese a su preparación, no pueden hallar un empleo y se ven en la necesidad de seguir dependiendo de sus padres o de optar por emigrar. Personas mayores de cuarenta y cinco años que, aunque estén en posesión de una valiosa experiencia son tachados de viejos en el llamado mercado laboral y acaban asumiendo su casi imposibilidad de trabajar como una condena ineludible. Muchas son las mujeres trabajando a tiempo parcial y con salarios más bajos que los varones.
La denominación de “mercado laboral” ha adquirido su dimensión más literal en los últimos tiempos. Se compra el trabajo como si se tratara de un producto que cabe ser abaratado y sometido a condiciones de temporalidad perpetua ignorando las necesidades de las personas de carne y hueso que lo realizan. El paro y la precariedad siguen siendo los dramáticos apellidos del trabajo en nuestro país.
Precariedad laboral La precariedad laboral, entendida como ausencia de un trabajo de calidad que garantice unas condiciones dignas y suficientes de subsistencia, afecta a una gran parte de la población activa, ya sea en su nivel máximo (en paro y sin ingresos) o en diferentes grados dependiendo de la calidad de las condiciones laborales. La persistencia de altos niveles de desempleo, con amplios contingentes de población en paro de larga duración, parados sin prestaciones o de población desanimada e inactiva laboralmente que ya ni siquiera figura en las estadísticas de desempleo, es el primer indicador de la precariedad laboral que registra nuestro mercado de trabajo. Otros indicadores de precariedad son la creciente tasa de temporalidad, el peso del empleo a tiempo parcial, el aumento de la desigualdad salarial entre varones y mujeres, o las horas extras trabajadas pero no pagadas.
Eventualidad y temporalidad La suscripción de contratos temporales, inventando causas de eventualidad, es una constante. Se cumple con la apariencia requerida por la ley, pero la realidad material de las relaciones laborales a las que dan cobertura es muy distinta. Se trata en muchos casos de actividades permanentes y por tanto los trabajadores que prestan sus servicios en ellas debieran ser contratados como indefinidos. Parece que se ha consolidado la idea de que es más operativo tener disponible la carta blanca del despido “por fin de contrato”, que emplear a trabajadores con vocación de estabilidad.
La precariedad en el empleo, cuya más relevante expresión es la persistente e injustificada cronicidad de la temporalidad en la ocupación, constituye un factor determinante de la pobreza laboral. Resulta preocupante la incidencia de tal empobrecimiento en la cohesión social, según se ha expuesto en múltiples informes.
Contratación en condiciones justas Ciertamente, la realidad económica es muy compleja y, aunque muchas situaciones no gusten por no ayudar a crecer humana y socialmente a las personas, es necesario aceptarlas temporalmente, pero siempre con vistas a ir mejorando el modelo socioeconómico que la sustenta. Con esta finalidad, todos debemos aportar nuestro granito de arena y no esperar que sea la administración quien nos saque todas las castañas del fuego.
En este marco, la lucha contra la precariedad laboral ha de constituir un objetivo prioritario en la acción pública, en la patronal y en los sindicatos para promover una salida sostenible y justa de la crisis a través de un enfoque integral de intervención. En el diseño de las medidas a adoptar habría de jugar un papel central el diálogo social. Pero, además, un cambio de cultura resulta necesario. Hemos de huir de la cosificación del trabajo y, con él, de las personas que lo prestan.
El mercado de trabajo no puede ser entendido como tal hasta sus últimas consecuencias. La viabilidad de las empresas es absolutamente necesaria, pero no debe buscarse en los sacrificios exigidos a sus empleados en los momentos de crisis, sin contrapartidas justas cuando las condiciones económicas mejoren. No se trata de mercadear con un producto más. Sería más realista y pedagógico empezar a hablar de “contratación de trabajadores” y añadir “en condiciones justas”.
Pero ¿de verdad estamos dispuestos a asumir este compromiso, aunque no sea para propio beneficio inmediato?