LA doctrina jurídica proclama que una de las características que definen el derecho subjetivo es su carácter erga omnes, contra todos. No quiere esto decir que un derecho deba ejercerse siempre contra alguien, sino que todos estamos obligados a soportar, a gusto o a disgusto, el ejercicio legítimo y no abusivo de los derechos de cualquiera. La caracterización es significativa porque nos anuncia ya la posibilidad de conflicto en el ejercicio de los derechos, la posibilidad de que a mi no me guste la manera con la que otro hace uso de las facultades que le corresponden. Quizá debiera pensar en ese caso, a modo de consuelo, en si preferiría que mi propio derecho quedase condicionado a que su ejercicio no fuese contrario al gusto de nadie y en tal caso en las veces (escasas) en que podría disfrutar de el.
Vaya esto como preámbulo del contexto a partir del que debemos analizar la libertad de expresión ajena, tanto la de Hazte oír como la de los múltiples individuos e individuas que han confundido la inmediatez y difusión de Internet con la necesidad de demostrar estupidez, insensibilidad o mal gusto, ofendiendo sentimientos, creencias o imágenes de otras personas.
Es necesario que se regule, no lo pondremos en duda, el ejercicio de los derechos o, tal vez más propiamente, el modo legítimo de actuar cuando se producen colisiones de derechos, del mismo derecho de personas distintas o de derechos distintos. No siempre, sin embargo, lo hacemos adecuadamente, bien por minusvalorar el propio carácter de derecho y su preeminencia frente a las meras expectativas o intereses, (en muchas ocasiones, observando las normas, parece que debemos considerarlo como tal únicamente cuando se dan un elevado número de condiciones de difícil cumplimiento simultáneo), bien por penalizar excesivamente el abuso o ejercicio ilegítimo interpretándolo muy extensivamente. Es este el caso, a nuestro juicio, de lo que se refiere a la libertad de expresión en nuestro ámbito.
Es evidentemente cierto que Internet, por su dimensión global y admisión del anonimato, ha incrementado exponencialmente el riesgo de lesión grave de otros derechos que pueden colisionar con la libertad de expresión, el derecho a la integridad moral, el derecho al honor, el derecho a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen... Y no es menos cierto que la administración encargada de proteger tales derechos tiene que dar alguna respuesta al fenómeno. Pero la respuesta no puede ir en la línea que establece la actual redacción del artículo 510 del Código Penal.
En su vertiente más grave (con sanción de prisión de 1 a 4 años y multa de 6 a 12 meses) está penado “fomentar, promover o incitar directa o indirectamente al odio, hostilidad, discriminación o violencia” contra grupos o personas, “producir, elaborar o poseer con la finalidad de distribuir... escritos o cualquier otra clase de material o soportes que por su contenido sean idóneos” para todo lo anterior y “negar públicamente, trivializar gravemente o enaltecer” delitos o autores con idéntico objeto.
En su variante más leve (sanción de prisión de seis meses a dos años y multa de seis a doce meses) lo penado es “lesionar la dignidad de las personas mediante acciones que entrañen humillación, menosprecio o descrédito” y “enaltecer o justificar por cualquier medio de expresión pública o de difusión” los delitos inspirados por el referido afán hostilizador.
El viejo principio decimonónico de que era mejor dejar de castigar a cien culpables antes que condenar a un inocente, ha pasado claramente a mejor vida. Pero no deja de inspirarnos que sería preferible dejar de perseguir penalmente determinadas conductas, (quizá la vía de la demanda civil pudiese seguir dando juego) si no somos capaces de definirlas en otros términos. Muchísimas manifestaciones usuales de la libertad de expresión, no solo no perseguibles sino indispensables para una sociedad verdaderamente democrática, pueden quedar incluidas en la literalidad del precepto dependiendo de la interpretación que del mismo hagan los diferentes jueces y tribunales.
Y si es cierto que el tipo penal no puede descender al nivel de detalle que permita saber siempre y en todo lugar si estamos traspasando la frontera o cuando estamos haciéndolo (y por eso necesitamos jueces y no máquinas certificadoras), no puede quedar al albur de cualquier fenómeno de los que también infiltran los órganos judiciales, (porque se vulnera la exigencia del previo conocimiento potencial de la relevancia penal de la conducta) la consideración de que es uso legítimo de la libertad de expresión lo que hacen unos mientras que incita al odio o justifica delitos cuando lo hacen otros. Y a los lectores vascos no habrá que ponerles ejemplos de la diferente conducta de la judicatura española en según qué casos.
El odio es un sentimiento. Como tal, personal y subjetivo y difícil de medir y detectar. Y si algo caracteriza a nuestros sentimientos es la facilidad con la que los confundimos. Lo fácil que decimos amor cuando queremos decir sexo. De ahí que sean lo menos apropiado para integrar tipos penales. Si queremos, al menos, justicia social y no la de cada uno.
Los verbos referidos a procesos más que a resultados -fomentar, promover, incitar...- son manifiestamente inapropiados porque no permiten adivinar el grado o medida, la conexión entre la acción y el resultado. Cualquier grado es punible, cualquier relación, sancionable. Si la conexión además puede ser “directa o indirecta”, sin especificación en el último caso de en conjunción con qué otros factores, el ámbito de punibilidad se extiende hasta donde cada uno quiera. Quizá este artículo (no quisiera dar ideas por la cuenta que me tiene) pudiera estar fomentando o promoviendo indirectamente odios, hostilidades o discriminaciones en ese terreno que nuestra reciente historia tiene tan abonado.
Trivializar o justificar son verbos con indudable sentido valorativo. Presuponen una intención que puede existir la tentación de apreciar en lo que nos disgusta en mucha mayor medida que en lo que coincide con nuestras posiciones ideológicas.
Y unido a todo lo anterior, el elenco de bienes y sujetos especialmente protegidos conduce a que todo pueda ser veneno (y no como dicen los médicos dependiendo de la dosis, sino de lo que les parezca a jueces, fiscales o medios de comunicación cada día más sensibles a conceptos como la” alarma social” especialmente infaustos y manipulables).
Por todo ello y porque estamos viendo ya las consecuencias -tuiteros condenados hoy por lo que hace cuarenta años daba de comer (y bastante bien) a más de uno- es preciso replantearse la regulación de los “delitos de odio”.
Porque si lo llamamos “libertad de expresión” es porque permite alternativas. No todas de nuestro gusto, pero necesarias para que no tengamos que llamarla “libertad de expresión de lo políticamente correcto”. Si la configuramos como derecho, es para que nos retrate como sociedad tal y como realmente somos, estupidez y mal gusto incluidos, no para que el espejo refleje imágenes edulcoradas.
Y esto nos afecta a todos. Hazte Oír expresará posiciones científicamente inasumibles, políticamente estúpidas y católicamente inaceptables en opinión de quienes coincidan conmigo, pero merece, se ha hecho acreedora, al desprecio, la indiferencia y el ridículo que le puedan acarrear, no a la censura ni al honor de perecer por la libertad. Pobre libertad será aquella en la que solo quepan héroes o mártires. En la que los grises de variado pelaje no tengamos sitio.