Las consecuencias de una cola para comprar pan
josé Antonio Obieta Chalbaud, jesuita, fue un brillante profesor de Derecho Internacional en la Universidad de Deusto. Los estudiantes, siempre puñeteros, le pusimos por mote El Chato de Harvard debido a su prominente nariz y a que había estudiado en aquella prestigiosa Universidad americana. Acabó sus estudios siendo el número uno de su promoción; el número dos resultó ser un tal Henry Kissinger. Solía provocarnos con análisis de la Historia contrarias al materialismo histórico en el cual los estudiantes marxistas creíamos haber encontrado el método infalible para interpretar de modo certero todo lo sucedido desde el origen de la humanidad. Recuerdo una memorable lección que comenzó más o menos de la siguiente manera: “Al rey Alejandro I de Grecia le mordió un mono (1920) mientras paseaba por su jardín del Palacio Tatoi, falleciendo de sepsis tres semanas después. Muerto el rey, el líder político antimonárquico, Eleftherios Venizelos, encontró su oportunidad para proponer un cambio de régimen. Las consecuencias políticas para Grecia, por entonces en guerra con Turquía, resultaron de enorme trascendencia, etc., etc.” Ahí se produjo un parón del discurso de Obieta ante los murmullos crecientes de la peña roja, que veíamos una insustancialidad en todo eso de la mordedura de un mono como catalizador de un cambio histórico en el país heleno. En ese preciso punto, nos aguardaba al acecho El Chato de Harvard: “¿Acaso habría sucedido lo que después ocurrió si no le hubiera mordido antes el mono al rey de Grecia?”. Debo reconocer que la pregunta me persiguió durante años, hasta que comprendí que hay cosas que suceden por casualidad y resultan tener consecuencias colosales. ¿Que habría sucedido si el indeciso Pilatos no hubiese cedido a las presiones del Sanedrín?
El 23 de febrero de 1917, en Petrogrado, entonces capital de Rusia, subió varios grados la temperatura después de semanas soportando un frío inclemente. Aprovechando la tregua climatológica, las trabajadoras del textil, hartas de tener que guardar largas colas para comprar el pan que llegaba a cuentagotas, decidieron manifestarse. Para engrosar la manifestación, pidieron que les echaran una mano los obreros de la enorme fábrica de armamento Putilov, muchos de ellos sus propios padres, esposos, novios o hermanos. Al día siguiente, Petrogrado estaba paralizada y la Revolución de Febrero, anticipo de la Revolución de Octubre, la bolchevique, desgarró la Historia de Rusia. ¿Qué habría ocurrido de no ser por la cola del pan?
La Rusia del zar y la ‘intelligentsia’ Rusia se hallaba inmersa en la Primera Guerra Mundial contra Alemania, Austria-Hungría y sus aliados menores. La cosa no iba bien para los rusos y sus millones de soldados-campesinos solo ansiaban volver a sus aldeas pues no comprendían por qué combatían, ya que el enemigo no amenazaba la provincia natal de donde habían partido tres años atrás. Y si además fuera posible, como tantas veces les había prometido el gobierno del zar, querían disponer de tierras, bien por compra a crédito a los terratenientes o por distribución de las comunales. Rusia era un imperio con cien millones de campesinos que no habían sido educados ni en el concepto de la propiedad de la tierra ni en el del imperio de la ley. En educar a estas masas, se pusieron los intelectuales, que en Rusia llaman “intelligentsia” aunque el término tiene un alcance más amplio que la palabra tal y como la empleamos en Europa Occidental. Los intelectuales rusos gozaban de una enorme influencia sobre la opinión pública, si bien en el plano social constituían un elemento marginal, dado que no controlaban la riqueza ni el poder político, más o menos como aquí y ahora, por lo que a duras penas se ganaban la vida. De ese pilpil de amargura e insatisfacción -que retrata perfectamente Richard Pipes en La Revolución rusa (Editorial Debate)- surgieron los dirigentes de los partidos antisistema zarista, más o menos como aquí y ahora.
Al comienzo de la guerra (1914), los socialistas revolucionarios, los mencheviques y los bolcheviques habían sido reprimidos y casi disueltos por la Ojrana (la Defensiva), policía política y único organismo que funcionaba verdaderamente bien en el zarismo. Me atrevería a decir que así ha sido durante toda la historia rusa: los tres siglos de dinastía de los Románov, las décadas del comunismo, primero con el nombre de la Cheká y luego KGB; y hoy en día con el FSB, punta de lanza de la política de Putin, él mismo excoronel de la KGB. Tanto es así que los rusos dicen “ha nacido un policía” como equivalente a nuestro “ha pasado un ángel” que exclamamos cuando tratamos de rellenar un incómodo silencio durante una conversación. Con los dirigentes revolucionarios deportados en Siberia, la cárcel o el exilio, menguadas sus posibilidades de auspiciar o dirigir la revuelta, los manifestantes en plena espontaneidad se hicieron con las calles de Petrogrado. Las colas de pan se convirtieron súbitamente en oleadas de ira.
Kérenski, el provisional De forma inesperada, el zar Nicolás II abdicó mientras viajaba en su tren privado desde Mogilev -donde dirigía la guerra el Alto mando militar o Stavka- hasta Petrogrado. Así acabó con los tres siglos de los Románov. Dirigido por nobles liberales, el gobierno provisional que le sucedió puso fin a la autocracia zarista. Pretendiendo congraciarse con “el pueblo y en beneficio mutuo”, promulgó la libertad de opinión, religiosa, asociativa y de prensa, prometiendo elecciones en las que todos los adultos, mujeres incluidas, tendrían derecho a voto, medidas que hicieron de la Rusia en guerra un país mucho más libre que cualquier otro aún en tiempos de paz.
Alexander Kerenski fue el hombre del momento. Abogado de 36 años, conocía el quién es quién de la vida pública gracias a su pertenencia a la principal logia masónica de Petrogrado, pero no tenía la mínima experiencia en administración y gestión política, lo que le imposibilitaba para afrontar la mayor crisis sufrida por Rusia tras la invasión de Napoleón en 1812.
Kerenski tenía dos prioridades: restablecer la autoridad del gobierno en las ciudades y el frente de guerra y abastecer regularmente a los ciudadanos de alimentos provenientes del campo. Ahí le esperaba Vladimir Ilich Uliánov, conocido como Lenin. Al igual que la mayoría de los dirigentes de su partido bolchevique, se trataba de un intelectual con orígenes de clase media y gran capacidad para redactar artículos y programas, útiles para ideologizar a una población urbana ávida lectora de periódicos y panfletos. Las masas campesinas permanecían mientras tanto atentas a las voces que les prometían tierra, paz y pan. Pero lo que los bolcheviques realmente ansiaban era la toma del poder. Los demás partidos, sobre todo los de izquierdas, no alcanzaron a comprender esa feroz determinación.
La Rusia de Lenin y la inteligencia El líder menchevique (socialista de izquierda) Irakli Tsereteli manifestó en el Congreso de los soviets de junio (1917) que no había ningún partido que quisiera tomar el poder en solitario. Lenin le corrigió desde su asiento: “¡Existe!”. Pese a no haber estado en Rusia en los últimos diez años y haber mantenido escaso contacto con los miembros de su propio partido en la clandestinidad, Lenin presionaba a sus seguidores para que se hiciesen con la mayoría en los Soviets (Consejos de obreros y soldados) y así derrocar al gobierno provisional y establecer el socialismo. Esto dejaba estupefacto al resto de la izquierda, que veía imposible la transición al socialismo después de la abolición de la monarquía al entender que antes que nada era preciso un mayor desarrollo económico y cultural de la atrasada Rusia para hacer posible su sueño igualitario.
Los socialistas siempre habían debatido sobre la definición del socialismo, pero casi ninguno ponía en duda que debía basarse en la democracia de sufragio universal. Lenin, al contrario, proponía la dictadura, la discriminación basada en los orígenes de clase y la imposición ideológica. Lenin tenía poca estima por los rusos, a quienes consideraba perezosos, blandos y no demasiado listos: “Cuando encuentras a un ruso inteligente -le dijo a Gorki, escritor bolchevique-, casi siempre es judío o tiene sangre judía en sus venas”. Esto, en un país donde independientemente de la revolución se seguía viendo a los judíos como extranjeros.
Debido a esa escasa consideración hacia su propio pueblo, Lenin se dedicó a convertir a las personas en seguidoras de su doctrina, persuadirlas de que al seguir su proyecto comunista se convertían en activos, críticos, rebeldes e independientes; mientras que de otro modo no pasarían de simples ovejas. A la postre, el rebaño lo compusieron quienes quedaron atrapados en esa doctrina. La tolerancia con la que Kerenski trató a los bolcheviques, que habían estado a punto de derrocarlo a él y a su gobierno durante el mes de julio de 1917, fue celebrada por Lev Trotski, quien afirmó: “Nuestros enemigos no tenían ni la determinación ni la consistencia lógica suficientes” (Historia de Rusia en el siglo XX, Robert Service, Editorial Crítica). Es conocido que los depredadores deben ser más inteligentes y fieros que los animales que son sus presas.
En setiembre de 1917, con Lenin huido a Finlandia burlando su detención, ordenada por Kerenski, el mando de las fuerzas bolcheviques queda en manos de Trotski, brillante y extravagante, mejor orador y escritor que su jefe, capaz de conmover a las multitudes pero impopular en su partido por advenedizo y arrogante. Trotski, con dominio de la técnica del golpe de Estado, condujo a los bolcheviques a la victoria en el mes de octubre, en el que comenzó la sumisión bajo la bandera roja de los pueblos de Todas las Rusias. Me comprometo a escribir sobre ese episodio cuando se cumpla el centenario de la Revolución de Octubre, que el periodista americano John Reed llamó los “Diez días que estremecieron al mundo” y que muchos llamaron caos no comprendiendo que el caos también es orden, pero el orden de otros.
Lenin -para quien, al decir de Gorki, el ser humano no tenía “casi ningún interés; él solo pensaba en partidos, masas, estados”- resultó una impredecible espoleta de las impacientes masas del pueblo ruso, como el mono que mordió la mano del rey griego en aquella provocación intelectual del padre Obieta. Sin su feroz determinación, otra hubiese sido la historia rusa, europea y mundial. Y ello a pesar de las injusticias que vivían los pueblos rusos, que algún otro camino habrían encontrado para su liberación ya que algo siempre hubiera pasado porque nunca ha pasado que algo no pasara.