UN día de estos, leí algunas de las conclusiones de una investigación realizada en la Universidad de La Plata. El tema aludía a los vínculos interpersonales que se establecen en Internet y se llegaba a la conclusión de que aquellas personas que se conectan a la red y actúan como usuarios activos dentro del sistema tienen, sobre todo, un objetivo fundamental: establecer comunicación con otras personas. Los vínculos que se obtienen exceden el factor utilitario así que una de las imágenes más atractivas de Internet resultaría ser el campo de relaciones interpersonales que ofrece. Dicho de otra forma, voces expertas nos informan de que, a pesar de las apariencias, entre los usuarios de Internet hay un mayor interés en la comunicación que en la búsqueda de información.

Esta necesidad y profusión de relaciones sociales que aluden a la aldea global, a la plaza pública en la que se ha convertido Internet, no deja de plantearnos muchos interrogantes. En esta ocasión, a mí me ha llevado a repensar la soledad del ser humano, la intrínseca, la inevitable, aquella sin la cual, en palabras de Marguerite Duras, “nada se hace, ya no se mira nada”.

Y Robinson Crusoe ha venido a mi mente como paradigma incontestable, en nuestro imaginario colectivo, de la supervivencia del ser humano ante la naturaleza y la soledad absolutas.

El protagonista de la novela del siglo XVIII de Daniel Defoe naufraga, se da cuenta de que es el único superviviente en una isla ignota y debe enfrentarse a algo que la humanidad temió desde sus comienzos: la ausencia de comunidad, de tribu, de grupo, la ausencia de los otros ante la todopoderosa naturaleza. Es varón, blanco, inglés, comerciante y tiene al único y verdadero Dios de su parte. Vuelve a los restos del barco consiguiendo salvar, entre otras cosas, comida, armas y pólvora. Se construye un refugio que irá llenando con muebles rudimentarios y erige una cruz donde inscribe la fecha de su llegada, 1 de septiembre de 1659. A partir de entonces, hará una marca en la madera por cada día que pase para no perder la noción del tiempo. Cuando le rescatan, sabe que ha estado en la isla veintiocho años, dos meses y diecinueve días.

Robinson Crusoe está solo en medio de la naturaleza y teniendo que ejercitar sus capacidades para sobrevivir: intenta hacer velas, aprende a tejer cestas y a hacer pan y cerámica. Poco después corta un enorme roble y construye una canoa con la que navega alrededor de la isla. También comienza un diario, donde anota sus esfuerzos y hasta toma una cabrita como mascota y comienza a entrenar a un loro para que hable.

Todas estas aventuras y empeños fueron, sin duda, lo que motivó su gran éxito en la época en que fue publicado y, más tarde, contribuyó a que los jóvenes hicieran suyo este libro convirtiéndolo en una obra clásica de la literatura juvenil. Pero es evidente, y así fue entendido en su tiempo, que Robinson Crusoe es mucho más. La supervivencia y la autogestión es sólo una parte del tema. Es el triunfo del ser humano contra las fuerzas de la naturaleza y del hombre enfrentado a sí mismo, a su libertad y, sobre todo, a su soledad. Ver qué pasa cuando lo superfluo desaparece y queda lo esencial. La idea de que el protagonista es el único dueño de su destino, por muy incierto que sea, y de que no enloquezca sin tener contacto humano sigue siendo muy evocador para cualquier persona que lo lea. Porque el reto al que se sometió no sólo era la inmensa y terrible naturaleza sino también su propia soledad.

En realidad, ¿podemos vivir solos? ¿La idea del ser humano enfrentándose y dominando a la imponente naturaleza es posible? Sí, hay algunos casos. Pero en nuestro ADN está inscrita la necesidad de los otros, sin la que hablar de un yo no tendría sentido. De hecho, todas las experiencias efectuadas con niños denominados salvajes han probado que nunca llegaron a ser realmente personas, les faltó la imperiosa necesidad de las relaciones humanas, el lenguaje, la comunicación.

En esta época en la que Internet ha amplificado de manera espectacular nuestras relaciones sociales en diferentes áreas de la vida cotidiana, en diversas profesiones y niveles educativos, nos encontramos con que la ciberplaza puede ser tanto la ocasión de una extensa intercomunicación, una democratización de la cultura de discusión y debate, como un reducto de conductas abusivas, agresivas, dañinas o difamatorias fuera de todo control. Porque necesitamos de los otros pero estos pueden ser nuestro infierno, como diría Jean Paul Sastre: “L’enfer c’est les autres”.

Robinson también lo sabe, necesita ardientemente contacto humano, pero no deja de protegerse contra posibles enemigos. Tienen que pasar seis años antes de que descubra varias huellas de pies de hombre en la arena. ¡Por fin seres humanos, grupo, comunidad, relaciones humanas y por qué no? puede que amistad y amor! Pero Robinson lo primero que piensa es que pueden ser caníbales y decide prepararse para defenderse de ellos. Y lo peor es que sus sospechas se confirman: un día aparecen treinta caníbales en la playa, con dos prisioneros, dispuestos para matarlos y comérselos. Cuando matan a uno de ellos, el otro consigue escapar en la dirección de Robinson Crusoe, que decide ayudarle. Robinson hace huir a los caníbales y se enfrenta al que ha salvado. ¿Lo abraza? ¿Apoya la cabeza en su hombro para desahogarse de tanta soledad e infortunio?

Escuchemos al propio Robinson narrar tan dichoso encuentro:

“Entonces, comencé a hablarle y a enseñarle a que él también lo hiciera conmigo. En primer lugar, le hice saber que su nombre sería Viernes, que era el día en que le había salvado la vida. También le enseñé a decir amo, y le hice saber que ese sería mi nombre”.

Así pues, nuestro más célebre náufrago toma al otro como sirviente o esclavo, le enseña a hablar inglés y algunos conceptos del cristianismo. Le bon sauvage, agradecido, le muestra su total sumisión. Le hace suyo, intenta domesticarle, le esclaviza, a cambio de tener un interlocutor a su medida. Es verdad que, en el transcurso de los años, la relación parece ir transformándose en una entrañable amistad entre dos hombres, sí, pero nunca una relación inter pares.

Si el naufragio hubiera ocurrido en nuestra época y Robinson hubiera podido rescatar de los restos del barco su portátil, o su teléfono, o su tablet? cualquiera de los medios actuales que nos permiten conectarnos con el resto del planeta, hubiera podido gozar de radio, televisión, prensa, cine, libro, teléfono, correo, lugar de encuentro, compra, venta, intercambio y hasta relacionarse con otros náufragos de lejanas islas. Su soledad sería relativa o distinta, ya que interactuaría a escala mundial y esto sin dependencia del tiempo ni del espacio.

Pero estaba desconectado.

Nosotros, en cambio, estamos la mayor parte del tiempo conectados, muy pero que muy conectados. Nos damos a conocer en la plaza del pueblo virtual, nos paseamos para ver y que nos vean, buscando amigos Viernes pero quizás también esperando enemigos, caníbales, piratas, oscilando entre el deseo de ser amos o sumisos esclavos. Gente que nos llegará a conocer sin que sepamos nada de ella, mientras que nosotros también conocemos la vida de otros tantos sin tener ninguna relación con ellos, porque nuestra necesidad de conexión, más que de comunicación, es ya irrefrenable. Contactos, empleos, negocios? pero también estafas, robos y acoso.

Como he mencionado anteriormente, algunos expertos afirman que hay un mayor interés en la comunicación que en la búsqueda de información. Sin negar la curiosidad intelectual, las motivaciones profesionales y académicas de los usuarios de Internet, este mundo sin fronteras, con culturas, valores, principios y costumbres distintos, es vivido como un campo de posibilidades interpersonales. Estas no están mediatizadas por condicionamientos físicos o sociales, conservan un cierto anonimato que permite expresar aspectos de la personalidad que, en las condiciones de la relación cara a cara, se tienen reprimidos, al mismo tiempo que existe una reflexividad mayor que en la otra forma de comunicación al tener que utilizar el correo electrónico. La posibilidad de relacionarse fácilmente con cualquier persona aunque no se conozca previamente, la de pertenecer a una comunidad virtual de ámbito mundial que comparta temas de interés común y en la que se generan vínculos afectivos entre sus miembros es muy seductora, crea adicción.

Pero no me parece banal que Robinson Crusoe, a pesar de sus intensos deseos y necesidad de relacionarse con otras personas, al ver huellas humanas lo primero que pensara fuera en enemigos, caníbales, y seres amenazantes. Unas décadas antes, el filósofo Hobbes ya había concluido que el hombre era un lobo para el hombre. El otro es una necesidad pero también un temor. Un refugio y una amenaza. La salvación y la muerte. Así, también en la isla virtual las cosas quizás no sean tan diferentes, ni la situación del internauta sea tan abismalmente opuesta a la de Robinson. Cuando navega por el océano telemático, busca cómplices, interlocutores; y cuando los encuentra, crea nuevas formas de comunidad que desafían los límites de la territorialidad. Pero sólo provisionalmente le salvan, en el más afortunado de los casos, de la soledad.

Y a la soledad de Robinson quería llegar, en este puente más intuitivo que otra cosa que ha establecido mi mente entre Robinson Crusoe e Internet.

¿Nos sentimos menos solos conectados? ¿Cómo es la calidad de nuestra comunicación humana? Es un hecho que vivimos en una sociedad que tiene horror a la soledad mientras que la padece más que nunca, que huye del silencio relacionándolo con el aburrimiento, que confunde vacío y nada. Cuando Blaise Pascal escribió aquello de que “todas las desgracias del hombre se derivan del hecho de no ser capaz de estar tranquilamente sentado y solo en una habitación”, no pensó en que ese ser humano podía estar conectado. Porque es evidente que a la soledad a la que se refería no era la física, sino aquella consustancial del ser humano, origen de sus angustias pero también de sus logros. “No la aventura del hombre lanzado a la conquista del mundo exterior sino la aventura del hombre que explora los abismos cuevas de su propia alma”, como diría Ernesto Sábato.

Me temo que se puede estar muy conectado pero muy solo.