¿Por qué ‘se encabronó’ Bertín Osborne?
ESA fue la expresión que utilizó Bertín cuando, en una tertulia en cierta cadena de radio, la moderadora sacó a relucir los muertos o asesinados del bando republicano. Aunque “encabronar” suene como mal, en el diccionario de la Academia de la Lengua se define como irritar, enojar. Efectivamente, a Bertín le estaba irritando que le hablaran de la Memoria Histórica, es decir, del recuerdo, de la justa rehabilitación de tantos ejecutados por el bando franquista y de la recuperación de sus restos. Todo ello a partir de la ley de Zapatero, para cuya ejecución el gobierno de Rajoy no ha librado ni un euro en toda la legislatura. La tesis de Bertín Osborne, como la del Partido Popular y de toda la derecha, es que hay que olvidar algo tan lejano. Que a él le mataron siete tíos en Paracuellos del Jarama y que ya lo ha olvidado. Algo parecido a lo que un joven dirigente del PP, dijo sobre este tema: “Los socialistas son unos carcas que hablan de la guerra del abuelito”. Luego se retractó, pero ya estaba dicho.
Bertín y muchos bertines de este país olvidan que los “muertos por Dios y por España” fueron homenajeados, enaltecidos y resarcidos por Franco. Que su recuerdo quedó grabado en las páginas doradas de la historia del Movimiento Nacional, aunque, obviamente, dejaron mucho dolor en sus familias. Pero lo que parece que no saben es que los muertos o asesinados por el bando franquista lo fueron por rojos, marxistas, republicanos sin Dios, odio a España y mil otras lindezas y sandeces. No se les rehabilitó nunca, se satanizó su memoria, a sus familiares se les vilipendió, a veces se les persiguió, les colgaron el sambenito de rojos? todo ello porque sus muertos fueron socialistas, comunistas, nacionalistas o, simplemente, leales a la República.
Y yo entiendo a Bertín... a medias. A los niños y adolescentes de las clases medias o altas españolas, provenientes de familias monárquicas, alfonsinas o carlistas, católicas, se nos socializó en nuestras familias y colegios religiosos en la idea de la verdad de Franco, nuestro Caudillo, vencedor en la Cruzada, en el convencimiento de la maldad de los rojos o de los nacionalistas. Las figuras importantes de la República se anatematizaban y, sobre todo, Manuel Azaña o Indalecio Prieto eran identificados como el mal. Se nos indoctrinó de una manera unilateral y sesgada, estudiamos la historia del Imperio Español, las glorias de los Reyes Católicos, Carlos I y Felipe II, no se nos habló de la II República, de la guerra, de sus causas, de los orígenes de los enfrentamientos sociales, en una palabra: Franco nos salvó con la ayuda, por supuesto, de Dios, que estaba con la verdadera España, la inmortal, y que asistió durante la llamada Cruzada al invicto Caudillo.
En esa socialización se dio por sobreentendida una visión de la sociedad resultado de aquella guerra que se declaró para afianzar privilegios anulando propuestas sociales de los legisladores republicanos. Efectivamente, se cristalizaron ideológica y fácticamente, los privilegios de las altas clases, se presentó como voluntad divina la estratificación de la sociedad, siguiendo con las tesis de los Obispos de Vitoria de los años de la industrialización -mediados del siglo XIX hasta la guerra- “tiene que haber pobres y ricos para que funcione la sociedad: los pobres han de poner su esperanza en la trascendencia y los ricos han de ser benefactores”.
Veíamos en nuestra niñez y adolescencia con la mayor naturalidad que la inmensa mayoría de nuestros vecinos y compañeros de juegos, en nuestro pueblo-barrio, cuando llegaban a los 13 o 14 años, entraban de aprendices en las distintas fábricas del entorno mientras nosotros cursábamos el bachiller y, luego, iniciábamos una carrera universitaria. Nos parecía normal y en nuestras casas y colegios lo daban también como normal. Se nos socializó y creo yo, deseducó, en el orden querido por Dios. Nunca se nos habló de que vivíamos en un mundo tremendamente injusto, injusticia, en la mayoría de los casos, promovida y motivada por un egoísmo infinito de clase. Nunca se nos dijo, ni en casa ni en el colegio, que éramos unos privilegiados. Privilegio nacido de un enorme desorden social. Así, vivíamos con una gran placidez, como dijo Jaime Mayor Oreja al hablar del franquismo.
A algunos, creo que pocos, la vida, los estudios, las lecturas, el trato con distintos social o ideológicamente, nos fueron ayudando a abrir los ojos y cambiar las cabezas. Fuimos entendiendo los horrores colaterales de la industrialización en Bizkaia, la enorme barbarie del golpe de Estado contra la República legítima, entendimos también la injusticia estructural del régimen de Franco y la estulticia de una jerarquía eclesial, entontecida por su bajo nivel intelectual y una visión medieval de la Iglesia, que arrastró ideológicamente a esas clases medias y acomodadas. De tal manera que en los negros años del franquismo y ante los movimientos sociales en la margen izquierda de la Ría, en 1962, el obispo Gúrpide, diría: “La casi totalidad de nuestra burguesía ha recibido su formación en los colegios de la Iglesia o en instituciones abiertas a la acción pastoral del sacerdote. Y a la hora de actuar en la vida económico-social ha revelado profundas grietas. ¿No será debido, en parte, este hecho a que la educación que recibieron se reducía casi exclusivamente a los problemas de moral individual?”. Sí, Don Pablo, y ahí seguimos, aunque es verdad que un poco mejorados. El problema de la Iglesia hoy, seguramente su principal problema, es su tarea educativa, son sus centros de enseñanza a todos los niveles. Se sobreentiende que el euskera, el inglés o las matemáticas, se imparten muy bien. Igual que en los colegios públicos. Si el fin de los colegios de la Iglesia fuera solo el formar bien sobrarían, como el Papa Francisco ha firmado en los últimos días. El fin de nuestros centros educativos es que, de modo transversal y por medio de todas las asignaturas, se vehicule una formación humanista y cristiana en una línea mucho más evangélica que religiosa que parte del “tuve hambre?”: el amor que iguala, que redistribuye, que huye de la injusticia, que promueve una sociedad donde no impere la desigualdad y el desamor, donde no se confunda lo ético con lo legal, ni la justicia con la caridad. La historia, la geografía, el arte, la literatura, etc. no son materias neutras, inertes, dispensadas para la estética y el conocimiento cultural. Deben ser los vehículos que transmiten ideas que puedan conducir a profundizar en las exigencias sociales y humanas, que son las cristianas. Por ejemplo, una lectura en profundidad de Los santos inocentes, de Miguel Delibes, puede ser un estudio maravilloso de estética literaria, pero también y sobre todo, una preciosa clase de humanismo cristiano que desarrolle la idea de contemplar a los pobres como vicarios de Cristo y de mostrar la horrenda estructura de la propiedad agraria, por ejemplo, en la Andalucía de Bertín Osborne, en Extremadura o en la submeseta sur. El intruso, de Blasco Ibáñez, es una gran lección sobre uno de los orígenes de la distorsión social, económica y humana de la Bizkaia contemporánea: la explotación inhumana de la minería del hierro y el papel de cierta orden religiosa en la tranquilización de las conciencias, perdonando los desvaríos sexuales de aquella burguesía. Sobre la historia del reparto colonial de África en el siglo XIX habría que explicar que es el inicio del principio del desamor que hoy impera en aquel continente. Y así mil ejemplos...
Esta manera de educar, básica e insustituible en un centro cristiano, exige una selección minuciosa de los futuros enseñantes. Doctorados, licenciaturas y grados se sobreentieden, como el valor en la mili. Pero, en un centro eclesial hacen falta además enseñantes con un profundo sentido social y humanista que enraiza en el Evangelio y que se desborda por los labios. De esta manera, se puede llegar al ideal que se vislumbraba en las palabras de don Pablo Gúrpide. Lo que no sé es si llevando la enseñanza a ese nivel y a esas fronteras la oferta en nuestros centros colmaría las expectativas y las demandas de bastantes familias católicas de misa dominical.