La nueva inquisición
HABÍAMOS llegado al general consenso de que el Estado de Derecho era aquel en el que imperaban todos los derechos humanos para todas las personas y en el que las restricciones individualizadas de tales derechos las realizaban tan solo los tribunales, a través de las correspondientes sentencias. Nuestro particular día a día contribuye a salir del error.
Muchos y muy relevantes protagonistas de nuestra vida social han dejado de creer en ese Estado de Derecho, si es que creyeron alguna vez. Hoy parece que no se puede ser profesor y ni tan siquiera salir y expresar opinión en televisión si antes, en algún momento, se cometió el crimen de militar en ETA (aunque se haya cumplido en su integridad la dura sanción penal que se impone por ello) y hasta tenemos a una Comisión Ética teniendo que pronunciarse sobre si una sentencia mercantil debe tener efectos penales que nadie ha reclamado donde debe, porque sabe que ningún tribunal los aceptaría.
Fundamento y reproche El fundamento de todo esto son difusas consideraciones sobre transparencias, confianzas u honestidades que cada uno entiende y extiende según le place y según resulte más o menos de su agrado el involucrado y no menos etéreas alusiones a principios éticos y al respeto debido a dignidades humanas presuntamente mancilladas.
A toda esta reflexión se le puede reprochar, de salida, que mencione conjuntamente supuestos un tanto distintos y les reconoceré parte de razón, pero pretendo dejar claro desde el principio que considero que esta actitud está extendida mucho más allá del ámbito del PP y su entorno social y mediático (por más que en él parezca casi un pronunciamiento unánime) y que, además, en línea con esas restricciones de derechos que en aras de la seguridad estamos casi todos aceptando sin especial protesta, está calando poquito a poco incluso en personas a las que su trayectoria en materia de derechos humanos hacía merecedoras de admiración.
O a setas o a Rolex. O damos valor a la seguridad jurídica, al procedimiento garantista (con los límites que se quiera) a través del que se emiten las resoluciones judiciales y al ejercicio de voluntad democrática sobre el que descansa la norma legal legítima o volvemos siglos atrás, a la ley del más fuerte.
La pluralidad ética No existe una única ética en nuestra sociedad. Como casi todo, es también plural, tanto en lo que se refiere a los puros principios teóricos en los que se expresa, como a la conveniencia de su aplicación a tales o cuales supuestos y las consecuencias que hay que deducir de la misma. Pero no estamos desnudos; no nos encontramos sin guía para evaluar los comportamientos sociales, hay una ética de consenso mayoritario, con todas las limitaciones que queramos, la que nos transmite la ley, la que descansa y subyace en las disposiciones jurídicas generales y que permite a los jueces pronunciarse sobre tales comportamientos. Es esa la ética que hemos consensuado, a través de quienes nos representan, para que guíe nuestra convivencia.
No pretendo equiparar moral y ley. Dios me libre. Sí sentar que más allá de la ley entramos en el terreno de las convicciones particulares. Y está muy bien que estas guíen el propio actuar (soy el primero que emite el voto en uno u otro sentido, que acude o no acude a determinados actos o que, incluso, escribe o no escribe determinadas cosas, movido fundamentalmente por inquietudes éticas), pero deben ofrecerse a los demás y no imponerse. Deben utilizarse principalmente para juzgarnos a nosotros mismos pero no, al menos no sin cierta conmiseración, para juzgar a quienes tal vez no las conozcan, puedan no compartirlas o discrepar acaso tan solo del uso y aplicación que hacemos de ellas.
la diversa Aplicación Por ejemplo de que las recordemos solo cuando nos interese o se las apliquemos de manera distinta, sin piedad ni misericordia, a quienes no son “de los nuestros”, mientras encontramos para estos otros todo tipo de excusas (sin necesidad de llegar al grosero ejemplo de una de las presentadoras-estrella de programas televisivos de la mañana que, recientemente, ante una falta grave a la deontología periodística más elemental, proclamaba sin rubor, más alborozada que avergonzada, que el fin justifica los medios).
Quien quiera que su particular perspectiva ética, con todo lo valioso que pueda aportar para conseguir una mejor convivencia, sirva para lo que sirve la ley, siquiera sea como complemento, como herramienta útil frente a sus vacíos e imperfecciones, deberá definirla tal y como se hace con aquella, a través de preceptos de aplicación general y no de solucionesad hoco a la carta y determinando con precisión a qué supuestos debe aplicarse y cuáles son las consecuencias (sanciones) que debemos deducir del análisis. No puede ser, recurriendo de nuevo a ejemplos, que los reproches éticos no prescriban nunca y que el más mínimo error, por nimio que sea, siga años y años después pesando como una losa sobre personas que hayan podido compensarlos con creces. ¿Nos ofrece alguien algo de todo esto cuando enarbola la ética como herramienta de juicio de lo que hacen los demás?
La ética en vano Permítanme dudarlo. Las más de las veces lo que uno observa es que se recurre a la ética cuando no nos satisface el pronunciamiento de los tribunales, a los que remitimos, desde luego, a nuestros antagonistas insatisfechos si esperamos o vemos sentencia de nuestro agrado. O que queremos reservarnos, porque la ética y los principios “no se negocian”, un ámbito desde el que imponer nuestra particular manera de pensar porque podemos (no va con segundas).
Se siente uno tentado de reclamar, tan solo, que no utilicemos la ética en vano, que no contaminemos su significado y destruyamos su utilidad potencial como instrumento de cohesión social y fuente de solidaridad y justicia. Pero no es solo eso.
Olvidarnos de la ley y de los tribunales es peligroso de por sí, incluso aunque sea una ética irreprochablemente fundada la que los sustituya. Porque, en las condiciones en que la expresamos habitualmente, la ética es predominantemente individual, mientras que los juicios son necesariamente sociales; no nos importa tanto la persona afectada como tal (que en la mayoría de los casos no conoceremos) cuanto la lectura colectiva que vamos a hacer de uno u otro pronunciamiento. Y en esto, tanto la ley como la actuación jurisdiccional, tareas siempre colectivas, llevan ventaja.
Los lectores versados en el conocimiento histórico recordarán perfectamente quién juzgaba en base a principios generales propios inmutables e innegociables, sin reglas precisas, o en en caso de existir subordinadas al fin perseguido, guiado por la pasión y no desde la distancia que demanda la reflexión serena, y desde la verdad poseída en lugar de desde la neutralidad deseada.
Sí, sí, ese, el sagrado Tribunal del Santo Oficio, o sea, la Inquisición. Algunos parece que la añoran. O, al menos, que añoran ejercer ellos el papel de Torquemada.