LA política tiene la pretensión de ser transparente. Lo que ocurre es que es un conocimiento creado, administrado y llevado a término por seres humanos ocupados en hacer valer intereses y en leer los augurios sobre el pasado, el presente y el futuro. La política, tal y como se practica en el mundo conocido, tiene poca generosidad con los contrincantes, actitudes abiertas o deseos de colaboración. El poder que entraña, su dimensión, y sobre todo el aprendizaje de los métodos para salvaguardar las posiciones propias y mantener a distancia a los que no forman parte del partido que gobierna, transforman la racionalidad de la que hace gala en la retórica con que los dirigentes construyen el castillo, protegido por altos muros que es más fácil que caigan por efecto de la mala defensa de sus murallas que por aciertos de quien los ataca.

La lógica gobierno-oposición es implacable y el partido que disfruta de una posición cómoda, esté en el ataque o en la defensa de la muralla, no suele estar dispuesto a hacer el esfuerzo de entender las razones del contrincante. Por contra, esta lógica lo explica casi todo. Explica por qué se hacen acciones y se dicen discursos, por qué y cómo se toman decisiones y para qué se adoptan. Sin castillo no hay política, sin murallas no hay política, sin contrincante no hay política, sin intereses para qué la política y sin poder para qué queremos el castillo. El viejo discurso bíblico lo resume bien: "solo se habla para los que ya están convencidos".

La narrativa de la política, los discursos y declaraciones, las grandes ruedas de prensa, no son tanto para explicar sino para traducir y representar el poder del que se dispone, la posición que se detenta y la capacidad para defender los muros del castillo. La explicación de lo que se hace no dialoga con el contrincante, que puede enriquecer lo que quien detenta el poder lleva a cabo. Nunca -ya se sabe- nadie en la oposición puede ganar en perspicacia ni solvencia a aquel que ocupa el poder. Este lo sabe todo, sabe sobre todo, lo explica todo y casi nada escucha. A la leal oposición le ocurre tanto de lo mismo. El lenguaje de su papel, ya se sabe, se explica por la negación de lo que pueda hacer quien practica el poder. Nada le es dado por que -ahora- su papel es otro: el de oposición y eso quiere decir que hay que oponerse. ¿A qué? A lo que dice quien gobierna.

La lógica es fácil de entender. Bien es verdad que después los caminos trazados por esta lógica infalible pueden sufrir cambios y lo que hoy parece imposible mañana es posible. Otro tanto ocurre con las notas y los acentos del ataque y la defensa. Experimentan mutaciones, acercamientos, lejanía? En fin, el dispositivo habitual. La representación del juego de la política casi siempre sucede como drama y casi nunca como comedia.

Sitúen estas reflexiones a colación del fracaso inicial para acordar los presupuestos de la Comunidad Autónoma Vasca y los sucesivos intentos que suceden a esta primera etapa. Da la impresión de que para las fuerzas políticas vascas el coste del no acuerdo no se digiere como coste, sino como un suceso más de la lógica política que enfrenta al gobierno con la oposición. Es como si todos hubiesen consensuado que no hay lugar para los acuerdos por que no llegar a ellos no implica costes para nadie. Si nadie pierde, o no lo suficiente como para ver afectadas sus posiciones, todos pueden tener una segunda o tercera oportunidad y pueden explicar a la ciudadanía que les mantiene en sus escaños por qué los acuerdos no llegan. Siempre hay razones cuando se trabaja con votantes fieles o con electores que fuera de esta lógica no son capaces de percibir otra u otras. Es el viejo principio de la necesidad hecha virtud llevada al plano de las negociaciones políticas.

Por otra parte, la cultura del acuerdo es el producto de miles de pequeños experimentos donde el acuerdo y la colaboración instituyen nuevas formas de aprendizaje y crean nuevas formas de conocimiento que funcionan como incentivos para el acuerdo. En Euskadi no se han institucionalizado esos experimentos, lo cual tiene como consecuencia que los acuerdos tarden en llegar, sobre todo, cuando -como es en la actual coyuntura- los incentivos a corto plazo son menores que en otros tiempos.

La crisis económica nos enfrenta a presupuestos de austeridad y esta era -recordemos- desconocida para los presupuestos públicos de la CAV. Es, ahora, más difícil repartir esfuerzos, limitaciones en la inversión pública y la revisión de partidas presupuestarias casi dadas por hecho. La situación conduce a otro escenario: comprender en toda su magnitud, y con todas las consecuencias, la profundidad de la crisis requiere otra manera de enfocar las relaciones entre el gobierno y la oposición. Probablemente, ni el gobierno ha entendido con toda profundidad lo que esto significa ni la oposición ha decidido abandonar el rol y el estatus para redefinir su modelo de relación.

Da la impresión de que, en Euskadi, al Gobierno vasco la situación de minoría parlamentaria, lo novedoso de la gestión de los problemas que han ido emergiendo y las consecuencias de la crisis le agitan de forma cada vez más airada. Está descubriendo lo difícil y costoso que es construir conocimiento y prácticas nuevas para hablar a la crisis con otro lenguaje y salir de las propuestas y caminos ya hechos. El resultado es que debe gestionar una paradoja de difícil resolución: necesita de los demás y los requiere con urgencia, pero no tiene tiempo para elaborar los miles de experimentos que hubiesen permitido aprender a hacer política de otra manera. Necesita los acuerdos ya. A la oposición le ocurre otro tanto, aunque sepa que no va a ganar nada con el desacuerdo no sabe -también tiene déficit de experimentación- hacer oposición de otra forma.

La conclusión es que la crisis, el cambio de era y la austeridad que la acompaña colocan a todos en otro plano, pero en todos los casos no disponen de los recursos ni de los repertorios adecuados para hacer las cosas de otra manera. Las formas de hacer política son conservadoras y nada invita a pensar que algo o alguien sea capaz de romper este círculo que lleva a unos a proponer el pacto, siguiendo metodologías y territorios ya andados y a los otros a tomar distancia con ellos, precisamente porque los caminos de la oposición están también recorridos y han sido experimentados en otros momentos. Por otra parte, la urgencia de las soluciones choca con el tiempo que requiere encontrar formas y caminos nuevos o novedosos para salir de la crisis. La austeridad pone el broche de oro a todo esto. Hay poco a repartir y mucho para recortar y está en la naturaleza de la política y de los políticos repartir más que recortar, prometer más que negar.

En el fondo, todos saben que el acuerdo -si se alcanzase- es un momento en un camino plagado de urgencias. Falta mucho diálogo. No me refiero a la retórica del diálogo, sino al diálogo que construye, al que experimenta, sabiendo como sabemos -de la crisis conocemos cómo hemos entrado, pero vamos a salir de manera distinta a como hemos llegado a ella- que la austeridad ha llegado para quedarse con nosotros unos cuantos años y que la política en curso, y la que se espera en años venideros, va a tener que radicalizar la elección de las mejores decisiones cuando paradójicamente nadie sabe a ciencia cierta lo que hay que hacer, pero todos sospechan lo que no hay que hacer.

Creer que el debate es sobre el reparto de la austeridad es ignorar el diagnóstico del tiempo presente. Hay más, mucho más, estamos esperando el diálogo alrededor de los diagnósticos sobre el cambio de época. Seguir con el juego del abastecimiento habitual entre el gobierno y la oposición es, entre otras cosas, invertir mal en el valor tiempo. Hace falta un presupuesto, pero requerimos también un diagnóstico del cambio de época y cómo enfrentarla desde la singularidad del País Vasco. Esa es la cuestión. Más difícil que analizar si seguir o no manteniendo el asedio a la fortaleza pero, desde luego, mucho más coherente con lo que los tiempos exigen.

Pedimos cambios a la economía, al sistema financiero, a las políticas públicas, a los sistemas de ayudas sociales, a los valores que presiden la vida ciudadana, se pide también esfuerzo y comprensión a los ciudadanos... pero ¿y por qué no a las formas de hacer política? ¿O es que ¿alguien cree que estas están fuera del calendario de los cambios que ya están aquí?