LA involución que está impulsando el Partido Popular en todos los ámbitos de la vida, forma parte a mi modo de ver de un recorrido circular que pretende retornar al autoritarismo político y la centralización del Estado, con el añadido de un neoliberalismo que no era propio de los años setenta. No se trata, desde luego, de la restauración del franquismo, que terminó agotado como régimen, pero sí la reinvención de un modelo que bajo la hegemonía de la derecha y la cobertura de una democracia lánguida y formal, está apuntalando graves recortes, no solamente sociales sino que también en los derechos y libertades. Si la derecha de los setenta tuvo que tragar el cáliz amargo del fin del franquismo, ahora, con la complicidad posiblemente inconsciente de quienes facilitaron una transición cobarde, esa misma derecha, en versión del siglo XXI, está ejerciendo su venganza perfecta.
Como era de esperar, la instauración de una democracia parlamentaria obtuvo un inmenso apoyo popular a la muerte del dictador. Un respaldo que se mantiene en la actualidad. Sin embargo, al correr de las décadas, este apoyo se conjuga con una creciente desafección política de la ciudadanía que cada vez más juzga negativamente a los políticos, como consecuencia del siguiente hecho: se ha levantado sobre la sociedad un sistema político, fuera del control de la gente, contrapuesto a la vida asociativa y en el que florecen camarillas y burocracias con intereses propios. Sistema al que han contribuido fuerzas políticas de diferente signo. En este escenario, la derecha ha esperado su gran momento, y lo que antes no pudo hacer desde el gobierno central, ahora, bajo la coartada de la crisis, lo está implementando a gran velocidad. Casi cada día toma una decisión regresiva que nos lleva a una sociedad partida en categorías en lo referente al disfrute real de derechos.
Gobernar apoyándose en las urnas resulta extremadamente ventajoso. Se obtiene legitimidad y consentimiento. Claro que conocemos numerosos ejemplos en los que las urnas dieron lugar a la conformación de gobiernos autoritarios de uno u otro signo. Y es que hay una diferencia sustancial entre ser demócratas y valerse de la democracia. Lo primero significa extenderla y profundizar en su ejercicio incluso como respuesta a sus crisis; lo segundo es simplemente confundirla con la votocracia y usarla para reducirla al máximo posible. Es verdad que al menos la vida política actúa como caja de resonancia de los problemas de la gente, pero lo hace sobre todo como amortiguadora de esos mismos problemas. Lo cierto es que la derecha española, tras vivir décadas en las que ha tenido que soportar medidas sociales progresistas, gracias en buena medida al empuje de la sociedad, está viviendo en la actualidad, sin apenas oposición, su instante de gloria.
La democracia parlamentaria que tenemos, tal vez con merecimiento, es inconsecuente, hipócrita, y se sirve de los grandes medios de comunicación para condicionar al electorado. El escaso peso del parlamento es proporcional al peso creciente de un modo de gobernar coactivo y por decreto. Al votar, cosa que hago, me pregunto si no estoy contribuyendo a reproducir el sistema en lugar de transformarlo. Sin formularse esta pregunta, como expresión si se quiere más instintiva, mucha gente ha dejado de votar. Hay que reconocer que otra mucha gente acude a las urnas más como oportunidad de identificarse, de ser alguien, aunque sea por la vía imaginaria de verse reflejado en un partido o en un líder.
Nos encontramos en una encrucijada: tenemos una deficiente democracia que, lo que es peor, está siendo utilizada por la derecha para reconstruir su hegemonía traducida en un modelo social sectario, brutalmente clasista, y en un régimen político vertical que actúa contra lo social y subordina a la sociedad. En su defensa, los defensores de una democracia que busca sobre todo el consentimiento de los gobernados, nos recuerdan que podemos votar cada pocos años y producir alternancias de gobierno. Lo que no dicen, sin embargo, es que las promesas incumplidas, elección tras elección, suponen la quiebra de un contrato contraído con el electorado, y tampoco nos recuerdan que el sistema construido ha dejado a la política en un segundo lugar, haciéndola funcional a los intereses del verdadero gobierno: el sistema financiero o eso que se llama Mercado. Podemos elegir entre cabezas de lista pero tenemos vetado reprobar al señor Mercado que es el que siempre gana.
En este escenario el escepticismo crece. Pero no debemos instalarnos en él, pues ello supondría nuestra peor derrota. Al contrario, la respuesta más acertada a cuanto está ocurriendo es defender cada milímetro de la democracia, y luchar por el ensanchamiento de derechos y libertades. No podemos permitir que la lectura derechista de lo qué es y debe ser la democracia salga ganadora. No podemos aceptar que la democracia sea usada como un embudo para que la política sea reducida, minorizada e identificada únicamente como la política institucional. Hoy día, instituciones y partidos defienden el monopolio de la política y se defienden con uñas y dientes de todo movimiento social. Frente a esta realidad la democracia participativa es la respuesta, el antídoto contra su adelgazamiento y languidez. Por eso, independientemente de aciertos y errores los movimientos del 15-M y 15-S son como el aire para respirar: el oxígeno de la democracia.
Hemos de defender asimismo el sistema de partidos políticos. Paradójicamente. Pero es necesario porque es parte de la centralidad de la democracia. Sin partidos tendríamos un régimen de pensamiento único. Ahora bien, hemos de ser muy exigentes con los partidos políticos. Para empezar deben entender que en ellos no se acaba la actividad política. Sé que les molesta, pero en la sociedad civil hay una riqueza de pensamiento y de propuestas con frecuencia más lúcidas que las que emanan de sus filas. En los partidos se ha instalado una pereza intelectual para complejizar y problematizar conceptos y paradigmas. Prefieren el camino fácil del raca raca, del pensamiento pobre; prefieren la disputa política en términos de descalificaciones e insultos, antes que elaborar razones y planteamientos positivos. De verdad sobran los partidos atrápalo-todo, los profesionales-electorales o los mediáticos, y faltan partidos responsables, constructores de sociedad, y dispuestos por ello ha ser monitoreados por la ciudadanía.
Mi tesis, por consiguiente, es que la derecha en el Gobierno central impulsa una involución dirigida a acabar con el estado del bienestar, al tiempo que utiliza métodos coactivos para lograr la decadencia de la sociabilidad (pretende individuos pasivos, expectantes, insolidarios, timoratos y disciplinados) y trata de imponer una democracia reducida a votocracia, plenamente sometida a los poderes económicos. Enfrentarnos a ello es reivindicar el lugar de la política y su centralidad en la toma de decisiones que afectan al conjunto social. Ojalá haya partidos políticos capaces de situarse en esta perspectiva, de animar la participación ciudadana en la vida pública, y de hacer de la política un servicio a la sociedad y no un reino para sus intereses.