HE insistido en otras ocasiones en el aspecto acomplejado de que da muestras la ideología abertzale, en definitiva resultado de la sumisión al pensamiento de nuestros adversarios, defensores del Estado-Nación. Mientras no asumamos que la dialéctica de quienes elaboran y dispensan el denominado pensamiento occidental no es causa, sino resultado de los intereses nacionalistas de estos intelectuales fracasaremos en nuestro esfuerzo por presentar una teoría de nuestra identidad que sea aceptada como razonable por quienes están empeñados en demostrar, que únicamente tiene sentido el actual sistema estatal y las culturas nacionales en que se sustentan.
Y es que la cuestión nacional sigue agitando la conciencia de todo intelectual, hasta el punto de que los planteamientos que la cuestionaban han quedado totalmente arrumbados en coordenadas externas a la Península Ibérica. Que se me perdone si parezco contundente, pero afirmar que Euskal Herria no ha existido me parece una simpleza, tan grande, al menos, como afirmar que no ha existido el Imperio romano. ¿Y Julio Cesar? Creo que tiene la misma virtualidad que los Estados Unidos de Norteamérica el 4 de julio de 1776. Nadie ha podido hasta el momento liberarse del peso de la historia como base de la identidad colectiva en la que se integra. Diré mejor, ninguna colectividad, y el hecho nacional siempre deriva de un proceso identitario con diversos vaivenes, que además de permitir la explicación de un proyecto comunitario concreto provoca la adhesión afectiva al colectivo y permite la identificación con el mismo. Esta adhesión guarda similitudes con la vinculación que experimentan los individuos por tantos motivos e igualmente puede ser explicada racionalmente.
Frente a lo que puedan pensar quienes sienten la necesidad de contemplar el hecho nacional como necesidad ineludible del determinismo histórico, será necesario recordarles que la nación creada por los diseñadores del Estado-Nación no deja de ser un constructo que se impone a colectividades que en muchos casos nunca habían sentido vínculo alguno con los grupos creadores del Estado. Esta es la razón de la desazón experimentada en la actualidad por la intelectualidad europea que apoyó los Imperios francés, inglés, alemán… La intelectualidad postmodernista, apesadumbrada al reconocer la carga nacionalista de una ideología -la denominada moderna- que se pretendía libre de prejuicios de identidad, se da de bruces con el hecho nacional; reclamado por las naciones a las que han dominado sus imperios. Ha pretendido arrojar al basurero del etnicismo las peculiaridades culturales de tantas naciones y prefiere desorientarse a reconocer el imperialismo nacionalista de su presunto Estado-Nación.
Quienes desde el soberanismo navarro se esfuerzan en adaptarse a las exigencias de esas ideologías desarrollan críticas que intentan la inútil réplica a quienes no tienen ningún interés en escucharles. ¡Que se me perdone si parezco contundente! Es una perogrullada afirmar que el interés de una colectividad nacional es el futuro y que la historia es irreversible. Es esta una valoración de un principiante en el estudio de la Historia. También cae por su propio peso que las diferentes generaciones de una colectividad histórica pueden tener percepciones diferentes sobre su identidad. Estas circunstancias no contradicen la relación que guardan determinados hechos históricos con situaciones de la misma colectividad nacional en el futuro, de ahí el interés que tienen los Estados en retraer las raíces de su respectiva nación a los tiempos más alejados y reclamar gran parte de los elementos de su identidad a épocas y generaciones muy alejadas, todo ello con independencia de que la generación presente sea dueña para definir objetivos y destino.
Trayendo el esquema al caso de Navarra. Es incuestionable la existencia de Euskal Herria como realidad que hunde sus raíces en la población vascónica que logró zafarse del dominio germánico. ¿A qué viene en caso contrario lo de pérfidos vascones…? Es incuestionable que sobre gran parte del territorio en el que transcurría la existencia del mundo vascónico se constituyó un Estado denominado en principio reino de Pamplona y posteriormente reino de Navarra, con la conciencia de sus mentores de ser el mismo; Estado este que no consiguió a la larga mantenerse por la agresión de que fue objeto por parte de las coronas de Castilla, Aragón y Francia.
Parece muy razonable reducir la iniciativa de este proceso a un monarca o clase social nobiliaria, quedando el resto de la población al margen. No deja de ser una simplificación, por la que se confunde la preeminencia de una clase o estamentos dominantes con la nulidad de acción e intereses del conjunto de la colectividad en la conservación del Estado. Al igual que en otras sociedades históricas -se me ocurren las amerindias ante los españoles- la documentación muestra que el conjunto social navarro se encontraba implicado en el Estado, sin que esto fuera óbice para que el poder -a veces del rey y nobles y en otras de procedencia extranjera- se impusieran en una dirección concreta. La documentación pone de relieve el papel de las clases bajas en el orden político y en ocasiones militar. Muestra igualmente que se inclinaba por la independencia y en muchas ocasiones las vinculaciones con el conjunto del territorio nacional, siempre que el poder extranjero -español y francés- no actuó como distorsionador. Es un hecho incuestionable igualmente que se reconoció universalmente la realidad del pueblo vasco, tal como lo ponen de relieve autores de renombre universal como Humboldt o Voltaire, y era aceptado así con ocasión de las Guerras carlistas, como lo muestra la catarata de autores de toda índole que visitaron el país y señalaron sus especificidades.
Son estos un conjunto de hechos que permiten afirmar lo que se viene diciendo a lo largo de este escrito. No queda sino hacer una crítica a Santiago Leoné y a aquellos otros llevados de cierto temor a ser señalados como etnicistas y otros conceptos que resultan insultantes. Son muchos los prejuicios que acosan a un planteamiento soberanista navarro, no por otra razón, sino porque denuncia el nacionalismo imperialista de una cultura como la española que ha alcanzado en este momento un grado de degradación temible, especialmente por las derivaciones que puede llegar a tomar en circunstancias extraordinarias.