El año de la infamia
ESPERO que no le moleste a Manu Leguineche remedar el título Los años de la infamia con el que dio nombre a su magnífico libro sobre la II Guerra Mundial, remedando, a su vez, al presidente Roosvelt cuando se refirió al bombardeo de Pearl Harbor como El día de la infamia. En dicho libro, Leguineche dedica un capítulo sobrecogedor al bombardeo de Gernika. Ya en el primer capítulo comienza con la frase "La II Guerra Mundial empezó en mi pueblo". Efectivamente, Euskadi se convirtió en este infausto año de 1937 en un escenario de horrores en el que, si bien los bombardeos contra la población civil se focalizaron en Bizkaia, la infamia fue un baldón para todo Hegoalde.
La finalidad de estas reflexiones es recordar para que la buena memoria no se olvide y nos permita aprender del pasado, porque el único sentido que tiene recuperarlo -comparto con Eduardo Galeano- es que sirva para la transformación de la vida presente. Esto debería haber ocurrido hace mucho tiempo con muestras de reconocimiento y reparación a tantas víctimas civiles inocentes, pero no ha sido así. Aquellas inhumanidades contra la población civil fueron un aprendizaje que satisfacía los deseos franquistas mientras Hitler se preparaba para un exterminio mucho mayor. Los bombardeos en Bizkaia no pueden englobarse bajo el paraguas de los efectos colaterales de una guerra, porque no lo fueron. Estamos ante crímenes contra la humanidad que siguen bajo el silencio manipulado de quienes deberían haber promovido un desagravio. No han pasado tantos años. Mi generación la forman hijos y nietos de quienes los padecieron por decisión de aquellos que no dudaron en malversar los ideales que tenían a mano -patria, religión, valores- para consumar los bombardeos implicando a los nazis. De hecho, la influencia nazi y fascista creció extraordinariamente en el Estado hasta consolidarse la Falange como partido único, a pesar de no haber sacado un solo diputado en las elecciones republicanas.
Mientras las autoridades vascas y la República Federal de Alemania se afanaron en un paulatino acercamiento en busca de la ansiada reconciliación, con gestos explícitos del Bundestag reconociendo el dolor causado, los sucesivos gobiernos españoles no han movido un músculo en esta dirección. Aun menos comprensible resulta la actitud de la Conferencia Episcopal Española, siempre presta a señalar que ella no se mete en política, cuando aquellos crímenes se perpetraron en nombre de la religión católica y del mismo Cristo en forma de "nueva Cruzada".
El 1 de julio de 1937, la jerarquía católica española selló su pacto con la causa de Franco. Ese día airearon una carta colegiada de los obispos españoles a los de todo el mundo, redactada por el cardenal Gomá, en la que entre otras cosas, se afirmaba que el Movimiento Nacional encarnaba las virtudes de la mejor tradición cristiana. A esta carta no se sumaron Vidal i Barraquer ni el vasco Mateo Múgica, que había sido expulsado de su Diócesis meses antes por la Junta de Defensa de Burgos (nada de cargos eclesiásticos) al haber "amparado con excesiva transigencia a los sacerdotes nacionalistas".
El historiador Gerald Brenan apunta el dato de que, entre 1874 y 1931, la Iglesia católica española fue perdiendo su ascendiente sobre los pobres mientras acrecentaba su influencia sobre los ricos y su poder político como institución. La muerte de Alfonso XII reforzó enormemente esta posición aunque el clero rural seguía siendo pobre. La doctrina social de la Iglesia era meramente nominativa para muchos de sus jerarcas. Esta posición les puso en el punto de mira y fueron pasto de las matanzas y saqueos ocurridos durante la descomposición de la República.
Es entonces cuando la Iglesia se glorificó con insignes mártires. Pero después se acercaron aun más a las derechas esgrimiendo una posición oficial a favor de la dictadura, incluso contra el clero vasco que apoyó la democracia y las libertades, a pesar de su testimonio heroico y evangélico (que en este caso son sinónimos). Utilizaron toda clase de mentiras, calumnias y amenazas de excomunión contra los vascos que no secundaran la "cruzada nacional catolicista" y, la jerarquía católica se convirtió no a Cristo, sino en la coartada religiosa del régimen de Franco hasta la llegada del cardenal Tarancón.
Con Rouco Varela, la jerarquía española sigue encastillada en el olvido al menos de la reparación oficial de tanta vida y tanta dignidad humana destrozadas. Pero si los nazis consiguieron dar la vuelta a su ignominia y en pocas décadas volvieron a ganarse la consideración y el respeto como pueblo porque hicieron su aggiornamiento con el mundo, los judíos y los vascos, no tiene justificación que el Gobierno español y la Conferencia Episcopal mantengan su silencio cómplice, incluso en el 75 aniversario del icono Gernika.
Todos sabemos que el bombardeo de Gernika (con ametrallamiento incluido) se realizó a instancias del general Mola, pero han sido necesarias varias décadas para que se hable de otros bombardeos contra poblaciones civiles, como Otxandiano, Mungia, Eibar, Galdakao, Durango..., cuando había una mayor concentración de personas: el lunes de mercado, la salida de misa dominical? O las matanzas de Mola en Iruñea y la Ribera navarra, con aquella consigna suya que todavía pone los pelos de punta: "Eliminar sin escrúpulo ni vacilación a todos los que no piensen como nosotros" (al menos estas fueron reparadas en parte en un acto del Parlamento navarro de hace unos años).
Recordar aquel infame 1937 no es para abrir la herida sino para cicatrizarla. No se trata de pedir responsabilidades a estas alturas, con todos los protagonistas directos muertos, sino de reconocer el daño causado y adoptar medidas de reparación en lo posible, sin faltar a la verdad y dignidad para que todo el mundo escuche oficialmente que a Gernika o Eibar no les bombardearon los demócratas. Así, la memoria de aquel annus horribilis quedará limpia para que las generaciones venideras aprendan de la Historia, en lugar de que les sirva de acicate para repetirla.