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Sublevaos

ATRÁS, en el pasado milenio, quedó arrumbado el sueño socialista, que a pesar de continuar inédito -Felipe González lo dejó ileso- también ha dejado, temporalmente al menos, de servir de faro y guía. Atrás, en el pasado milenio, quedó sepultada la utopía. Se extinguió la mano justiciera del Che Guevara y a Gorvachov le sustituyó un alcohólico militante diseñado por la negra Casa Blanca. En el terreno religioso, el ecumenismo fue sustituido por el atrincheramiento del Vaticano en el Opus Dei y la utopía del Evangelio por las encíclicas sobre el aborto y el condón.

Los líderes carismáticos del pasado siglo: Lüther King, Angela Davis, Patricio Lumumba, Jesús de Nazaret, Marx, Mao, Marcuse, Malcom X... han dejado paso al gancho esplendoroso del más simpático, trasparente y jovial de los políticos de todos los tiempos: Mariano Rajoy. Todo un diagnóstico para una sociedad sin faro que, a diferencia de los Reyes Magos, posee los camellos pero le falta la estrella. Si a todo ello se une la revolución cultural de los media de la caverna y las tertulias de la Cope, fuentes nutricias del pensamiento (¿) actual, la depresión colectiva de gran parte de esta generación se hace perfectamente comprensible. Es el reino de la razón instrumental de la tecnocracia. Platón, Aristóteles, Marx y Freud han sido reemplazados, ya lo ven, por el carisma de Georges Bush, Aznar, Mariano Rajoy, Rouco Varela y Belén Esteban.

Conozco a tecnócratas que pasan por ser grandes eminencias universitarias, pero que su pobreza para el tacto y contacto personal, la cadavérica frialdad de su estereotipado saludo, les convierten no solo en seres insufribles tanto para sus alumnos como para ellos mismos. La cultura de la calidad les llevó a especializarse en la perfección de las cosas, olvidando la perfección de las personas. De ahí que tras su fastuosa imagen de encorbatado sandiós pegado al móvil, su desvivida vida interior le haya llevado a un estado de abatimiento y a una incapacidad esquizoide para el afecto que siempre se negó a dar y recibir. A los centuriones de la globalización les sobran medios, pero carecen de fines. Si a cualquiera de ellos se le pregunta para qué y por qué vive, adónde va con tanta prisa o para qué trabaja, se sentirá embarazado. Responderá que vive para su familia o para autorrealizarse profesionalmente o para hacer dinero o para divertirse (sic); pero en realidad no tiene ni idea de qué pinta en este mundo, ni por qué hace lo que hace en su jornada de doce horas de adicción al trabajo. Aunque, eso sí, se le ensancha la boca hablando de retos y de objetivos, pero en el fondo es un ser aislado que nadie, ni él, sabe para qué está en el mundo. Sus asiduas prácticas religiosas, apenas disfrazan el materialismo que domina su corazón. No tiene metas; salvo el deseo inconsciente de liberarse de la propia inseguridad y soledad que él mismo se ha labrado. Este es el producto de hombre que venden en esta sociedad mercantil.

Sin la posibilidad de soñar en alternativas solidarias y ante el aislante individualismo que las ha sustituido, está generación está convencida de haber recibido por herencia el peor de los mundos. Claro que, visto el panorama, uno piensa que tiene más derecho a creérselo que ninguna de las anteriores. Pero también el deber consigo mismo de crear otras alternativas fuera del marco de lo conocido. Acaba de brotar a nivel europeo el movimiento Economía para el Bien Común, que va creciendo en adeptos. Todavía hay esperanza. Floreció el 15M, más se vio que se quedaron cortos. Habrá que cambiar de slogan: el indignaos dejará paso al sublevaos. Se impone.