ARABIA Saudí se aferra a su estatus privilegiado de amigo de Occidente para mantener su régimen semifeudal sin que nadie importune sus asuntos domésticos, tan alejados de la democracia como les place. Ahora mismo, y como "símbolo de apertura a la modernidad", en las elecciones del próximo 23 de abril se habilitarán urnas de juguete a las que podrán acudir las mujeres árabes que durante la campaña "hayan hecho como que reflexionan y quieran hacer como que han llegado a una conclusión sobre su futuro". En esas urnas, siempre supervisadas por un hombre que ejecutará la acción de insertar la papeleta a través de la ranura, podrán depositar un papel con cualquier cosa escrita que se les haya ocurrido. "Esperamos encontrar muchos votos a Mickey Mouse o a cualquier personaje que nuestras compatriotas hayan visto por la tele", explicaba el portavoz saudí. Como se lo cuento. Y para que las mujeres puedan hacer como que votan, será necesario que acudan a los colegios electorales acompañadas de un varón. Así, el juego democrático no irá más allá de lo que viene a ser un juego.

Los tribunales saudíes imponen penas corporales, como la amputación de las manos o los pies en caso de robo; el azote de latigazos por realizar prácticas sodomitas o incurrir en delitos menores. El número de latigazos pueden ser de varias docenas o contarse por miles, normalmente aplicados sobre períodos de semanas o meses. Existe una policía religiosa que vigila el vestir de las mujeres y reprime cualquier manifestación religiosa no musulmana, entrando incluso en los domicilios particulares cuando se sospecha de prácticas religiosas no coránicas. Cuando el Comité contra la Tortura de las Naciones Unidas condenó estas prácticas, el Gobierno saudí respondió que formaban parte de la tradición islámica desde hace 1.400 años y rechazó cualquier interferencia en su ordenamiento penal. Y no pasó nada.

Hamza Kashgari ha sido columnista del rotativo saudí Al-Bilad hasta que cometió la temeridad de tuitear una conversación ficticia con el Profeta Mahoma. Y de la misma ha tenido que embarcarse con lo puesto en un avión rumbo a Nueva Zelanda. En Malasia, país mayoritariamente musulmán, pretendió hacer transbordo; le confinaron hasta que llegó un avión procedente de Arabia Saudí para detenerle; y ahora está otra vez en su país, encarcelado y amenazado con la pena capital.

Cierto es que Kashgari ha sido doblemente imprudente. Primero, por jugar con fuego sin ninguna intención de denunciar la conculcación de derechos humanos en su país, limitándose a faltar al respeto a los musulmanes. Y segundo, por elegir como escala un país tan musulmán como Malasia. Pero Arabia Saudí ha llegado demasiado lejos en su endogamia. No puede estar presente en el mundo de tecnologías punta con sus páginas web rebosantes de información económica, que es lo único que importa a los dirigentes del planeta y, al mismo tiempo, gobernarse por unos carcamales fundamentalistas que tienen tomada la medida al gobierno.

Pero, al menos, el escándalo Kashgari pone de relieve, en todo el planeta, la vulnerabilidad saudí de su injusticia estructural tercermundista que puede culminar con la decapitación de este inmaduro periodista. El fanatismo religioso al que no quiso denunciar Kashgari, ha puesto en el centro de la noticia, sin quererlo, a esta monarquía absolutista, despiadada y extremadamente conservadora, cuya dejadez en manos de los fundamentalistas religiosos oscurece lo mejor de cultura y la historia de Arabia Saudí.

Ser guardián de la Meca y de Medina no puede ocultar la dictadura de una institución religiosa extremadamente reaccionaria que en cierto sentido es igual de poderosa que la familia real. Hay en juego una vida, la de Hamza Kashgari, que al menos está sirviendo para destapar una vez más la indolencia de Occidente contra esta monarquía retrógrada a la que le basta tener un subsuelo lleno materias primas que se pagan muy bien.