TODOS los seres humanos llevamos dentro de nosotros un ángel y un demonio, una persona cordial junto a otra tenebrosa. Ambas caminan a la par. Bajo las luces del yo consciente, se enmascaran todo tipo de sentimientos negativos: la ira, los celos, la envidia, la lujuria, la mentira, las tendencias violentas. Todo ese territorio inhóspito de nuestra interioridad es bautizado por la Psicología Profunda como sombra.
Efectivamente, tenemos -más bien somos- nuestra sombra, como contrapartida de nuestro ego; una zona oscura que comienza a desarrollarse en la primera infancia, a través de la educación, cuando nos conducen por la senda de negar parte de nuestros sentimientos y deseos -lo oscuro-- para que nos centremos en el camino luminoso de los valores o de los ideales. Pero nuestro hermano tenebroso siempre está ahí, al acecho, agazapado a la espera de aflorar a la luz.
Uno de los caminos más seguros para alcanzar la madurez personal consiste en encontrar la propia sombra, reconocerla en tanto que propia, sin proyectarla hacia otro. El crecimiento humano veraz radica ahí: en enfrentarme con los propios abismos, empezando a dialogar con ellos. Difícilmente puede alcanzar la claridad quien se niega a reconocer la propia zona oscura que debe ser clarificada. Imposible dialogar con el otro quien, petrificado en su narcisismo, se niega a dialogar con sus propias brumas. Fue precisamente Jung quien dijo que uno no alcanza la iluminación fantaseando sobre la luz, sino haciendo consciente la oscuridad.
Claro, todo esto puede parecer una consideración únicamente aplicable a los individuos y no a los grupos, mas eso es una equivocación. En La Psicología de masas del Fascismo, Wilheim Reich desentraña la estructura del sufrimiento humano, que se fundamenta en el intento de negar la vertiente animal de la naturaleza humana, para conseguir lograr ser algo distinto de lo que uno verdaderamente es. Pensando en los delirios colectivos de grandeza del fascismo, Reich bautizó con la expresión "fabricantes de plagas" a los políticos que, como Aznar y Bush, mienten sobre las posibilidades reales de los pueblos, no dudando en embarcarlos en sueños irrealizables, exigiendo, para tal fin, si es preciso, el holocausto colectivo. Todos los fascismos pretenden que las gentes piensen y sientan de modo contrario a lo que su realidad es. De ahí que todos, vayan construyendo su propia ruina.
En el fondo -y en la superficie- un fascista es una persona irracional que carece de autocrítica y de un pensamiento autónomo; por eso teme todo tipo de autonomías; por eso su virtud es la obediencia. Es una lección que no acabamos de aprender. Obedecer a la programación de pertenecer a una nación prestigiosa, al pueblo elegido, etc, etc, no son sino hechos que desvelan la pasión delirante por reprimir las zonas abismales de nuestro inconsciente colectivo. El patriotismo es el recurso de los débiles, que evitan la autocrítica. Por eso siempre serán otros grupos -los gitanos, los marroquíes, los negros...- los verdaderos animales, los delincuentes, los que nos contaminan, los que arruinan nuestra pureza o, empleando jergas más modernas, los que arruinan nuestro sistema de seguridad social.
Pero en el fondo nos abruma nuestra culpabilidad. La sombra, cuando no se quiere reconocer, es una carga pesada, un fardo creciente de quintales de peso sobre nuestra espalda que acaba por deslomarnos. De ahí que los colectivos siempre hayan tendido a inventar un chivo expiatorio donde se proyecte la animalidad propia que negamos en nuestra tribu. Por esa razón (?) todavía se mata, o se producen crueles sufrimientos, en nombre de Dios, en nombre de la Religión, en nombre de la Patria, en nombre de la preservación de la cultura occidental, en nombre del pueblo trabajador. ¡Y en nombre de la democracia!
Pero desde el nacimiento del psicoanálisis, siempre será sospechoso el fenómeno político de las indiscriminadas acusaciones colectivas. Y digo sospechoso, porque cuando denunciamos la intolerancia o la violencia del otro, frecuentemente no hacemos sino proyectar afuera la propia realidad interior, la propia sombra reprimida, con lo que las cañas se vuelven lanzas contra el violento denunciante.
Uno puede ser favorable a la independencia y al socialismo de los pueblos, lo cual no le legitima para asumir pasiva y obedientemente catecismos dogmáticos o, lo que es peor, fundamentalismos paranoicos. De todo eso la historia ha sido y sigue siendo maestra. No es legítimo definir al todo por la parte. Es más, pienso que para lograr la paz (escribo en Euskal Herria) y evitar el enfrentamiento civil, se hace urgente que cada grupo haga el ejercicio mental de reconocer en el adversario la zona luminosa entreverada tras su sombra. Unos tendrán que reconocer la sombra de la crueldad como parte integrante de sus métodos. Otros su olvido sistemático del derecho a la autodeterminación de todos los pueblos. La intolerancia, en mayor o menor medida, se halla presente en todos, y no vale el "ellos más" o el "ellos son peores". Eso sería dialogar, eso sería hacer autocrítica; caminos necesarios para salir del enfrentamiento. O, por lo menos, para salir de la peligrosa manía de fabricar enemigos.
No recuerdo dónde leí algo así como: "Dibuja en el rostro del enemigo la envidia, el odio y la crueldad que no te atreves a admitir como propias. Ensombrece todo asomo de simpatía en sus rostros, deforma su sonrisa hasta que adopte el aspecto tenebroso de una mueca de crueldad. Exagera cada rasgo hasta transformar a cada ser humano en una bestia, una alimaña, un insecto. Cuando hayas terminado el retrato de tu enemigo podrás matarlo y descuartizarlo sin sentir vergüenza ni culpa alguna".
El proceso de gestación de la crueldad es siempre igual: primero se crea la imagen, luego el arma . La propaganda precede a la tecnología. El fascismo, insistamos en ello, no es una reliquia del pasado. Aparece siempre y cuando en cualquier grupo humano se liquida el arma más noble del espíritu, que es la razón crítica; en nuestro caso la autocrítica.