Exilio
EN estos días se ha celebrado el XI Congreso Internacional del Exilio de 1936-39: Identidad e Integración, en la Universidad de Deusto, Donosti. Numerosos catedráticos, profesores e escritores se han sumado a las Jornadas dirigidas por José Ángel Ascunce, y explicado en mociones, el conflicto personal que impone el destierro. No tan sólo en quienes lo padecieron en sus carnes, sino en la transmisión del mismo a sus descendientes. Se habló de todos los exilios: desde el sefardí del siglo XV hasta el vasco de nuestro tiempo. Escogí para una moción conjunta con Xabier Irujo el primero de mis exilios bajo la denominación de Mesopotamia: Entre ríos. Parecía el nombre perfecto para definir la situación del expatriado. Esa carencia de tierra firme en que aposentarse, esa permanente fluir de la vida en cascada, y ese infinito devenir hacia su fusión con el mar. Esa muerte que lo aleja definitivamente de la meta original, marcada con el obsesivo deseo de retorno al lar natal. A tierra firme. No en vano hay quien denomina El mal de Ulises a este hondo pesar humano.
El expatriado tiene unas raíces tan potentes que parece que cada paso que da hacia adelante, le obliga a un retroceso hacia atrás, como si fuerzas demoníacas y adversas le obligaran a retroceder? avanzando. Ha dejado atrás patria, tierra, familia, amigos, hablar coloquial, referencias históricas? y el nuevo rumbo por el que avanza con tanta dificultad, y en el que debe, pese a su resistencia, ir armando todo ese espacio vital, poco a poco, como un puzzle. Debe dejar de ser el mismo para ser otro, contra su voluntad. Contra su derecho esencial de no ser perseguido por sus ideas, ni castigado por sus palabras, ni excluido por sus opiniones.
Es un mal tan viejo como la humanidad. Se establece el canal del tránsito: Ulises, el de los mil ardides, preferido de Minerva, la diosa de la Sabiduría, va sorteando gracias a su ingenio, los peligros de su saga: no sucumbe nunca, ni aun a los encantos de Circe, y se enfrenta al dios del mar, que le provoca maremotos, pero Ulises dirige su barca con su proa siempre fija en Itaca. Y cuando regresa, encuentra que sólo el viejo y fiel perro le reconoce por el olfato. Aun en casa, debe pelear por lo que es suyo: esposa, hijo y propiedad. No nos comenta el poema de Homero, cuál fue el sentimiento del héroe, una vez aposentado en su casa.
Quizá el exilio vasco fue menos filosófico, más contundente, respondiendo al carácter nacional. Desde las guerras carlistas del siglo XIX, estamos saliendo del país, principalmente a Argentina y Uruguay. Por ese tiempo, los desterrados se llamaban a sí mismos expatriados. Cuando la guerra de 1936-39, se dieron el nombre de exiliados. Se reconocieron en los que venían, avezados en el campo político, y les abrieron los brazos: se habían creado Centros Vascos, Casas de Ancianos, Colegios y cementerios, se mantenía el idioma natal, las canciones y los bailes, incluso el arte vasco tenía su representación. La nostalgia se expresaba en roble y en el cáñamo de las alpargatas, que de eso había fábricas. En el exilio vasco se reforzó la familia, se intentó que la segunda generación, la nacida fuera del país, completara estudios. Los vascos, que habían añorado durante siglos tener una universidad en el país, se aferraron con tesón a la oportunidad que tal cosa significaba para sus hijos. Eso les rebajó el sabor amargo del exilio. Les limó la aspereza y les robusteció la voluntad.
La última pregunta del exilio es la nunca contestada. Los hijos heredan el destierro, lo soportan en esa dualidad cotidiana de ser de dos patrias, separadas por un océano y deben, en algún momento de sus vidas, responder entre ser de aquí o de allá. No es fácil, ni tan siquiera hay receta alguna para favorecer la decisión: es íntima, personal y dolorosa. Ventila Horia, autor de la biografía apócrifa de Ovidio, el gran exiliado de Roma, le dio un titulo a su novela, Dios ha nacido en el exilio, y quizá eso sea verdad para muchos de los que hoy permanecemos en Euskadi. En algún punto de nuestro pasado, como Pablo en el camino de Tarso, decidimos, iluminados, cortar el nudo y fuimos tan ingenuos que creímos que se podía cortar. Eso es lo imposible. Se vive aquí, se trabaja y se hace hogar aquí, y al revés que nuestros antecesores exiliados, pero igual que ellos, soñamos con allá.