LOS días 6 y 7 de noviembre, el Papa visitará Santiago y Barcelona en la que será su segunda visita al Estado español antes de una tercera ya planificada para el próximo año. Eventos cuyos gastos se calculan en 60 millones de euros, que no sufraga la Iglesia sino que se pagan con los impuestos de los ciudadanos, no importa a qué confesión pertenezcan. Que el Papa no es bienvenido por todos se descubre en iniciativas con lemas como: "No a la visita del Papa. No con mis impuestos", o el que le acompañó en su última visita desde los balcones valencianos: "No te esperamos". Al fin y al cabo, según la Constitución, se trata de un Estado aconfesional donde no se debe beneficiar a ningún líder religioso ni promoverse ninguna religión con dinero público.
Este Papa no ha traído renovación al seno de la Iglesia, todo lo contrario. Un Papa renovador y seguidor de Cristo, el príncipe de la paz, no hubiese sido capaz de afirmar en televisión pocas semanas antes de ser elegido Papa, que "estamos en la continuidad de la Inquisición. No se puede negar que la Inquisición haya traído ciertos progresos, por ejemplo el que los acusados antes de todo hayan sido escuchados e interrogados".
El que un cardenal presidente de la Congregación de la fe de Roma, de modo tan descarado alabe públicamente la Inquisición diciendo que fue un progreso, es una exigencia excesiva para la opinión pública. ¿Qué pasaría hoy día con un jefe de Estado si calificara la brutalidad de la dictadura chilena o tal vez la de los nazis como progreso? ¿Tienen acaso los Papas licencia para todo, incluso para lo que va contra los derechos fundamentales? La pregunta obligada es ¿qué hay realmente de cristiano en el Vaticano?
La respuesta es casi nada. ¿Entonces por qué se toma el Papa y la Iglesia tantos privilegios y exigencias? Cuán lejos esta la doctrina católica de la enseñanza de Jesús de Nazaret y de todo aquel que aun sintiéndose cristiano no haya aplicado en su vida las palabras de Juan de Patmos: "Sal de ella pueblo mío..."