AUNQUE le conocí, de niña, en Montevideo y Caracas, en los viajes que realizó para visitar a las colectividades vascas en América, me enfrenté con él realmente en París, un frío noviembre de 1978, en las vísperas de su regreso a Euskadi. Intentaba una entrevista para la revista Euzkadi.
Aferrada a mi lápiz y papel, iba temerosa: era joven y él, don Jesús María Leizaola Sánchez, nacido tal día como hoy de 1896 en Donostia, un anciano venerable. Me dije, abrumada, cuántas cosas podría contar un hombre que fue político vasco de altura: combatiente pacifista pero indoblegable en los años de la República, consejero de Justicia del lehendakari Agirre en el primer Gobierno vasco, fundador de una Universidad vasca y de Ikastolas, último hombre en abandonar la Bilbo ocupada por las tropas rebeldes y en cerrar las puertas de la Delegación Vasca en París, al llegar las tropas de ocupación nazi, incansable trabajador durante los 40 años de exilio, escritor, filólogo, historiador? poeta. Llevaba, en mi cuaderno, la poesía que escribió para mi hermana nacida en el día de la declaración de guerra, en aquel año terrible de 1939, de Francia e Inglaterra a Alemania. Era una poesía que, curiosamente, hablaba de paz.
Y sobre eso pregunté al lehendakari que preparaba sus maletas para retornar al lugar de sus raíces, muerto el viejo dictador y restaurados los caminos de la democracia. Y él, que me miraba con unos ojos penetrantes, como dejando las maletas en el suelo, me dijo con estrépito, dolorido por la violencia que se desataba en nuestro país por manos de ETA y de los grupos parapoliciales y de ultraderecha, y por las otras violencias que habíamos padecido como pueblo en las sucesivas guerras sufridas y perdidas "?la violencia es un tema largo entre vosotros?. Hay que dejar pasar el tiempo para que desaparezcan las heridas. La reconciliación es una tarea ardua, difícil, delicada compleja? he meditado sobre eso mucho por mi cargo de lehendakari, por mis estudios de Historia".
Observé que los ojos negros destilaban lágrimas. Eran la expresión de su abrumado pesar, porque consideraba que nuestra historia estaba teñida de sangre, la que devenía de las páginas de sus libros de historia, estudiados en la Biblioteca de la Universidad de París, y de los sucesos de su vida. De los días en que partían de Bilbo los barcos cargados de niños, rumbo a Europa, en busca de pan y seguridad. Del último momento en que cerró las puertas de la Lehendakaritza del Carlton, desobedeciendo la orden republicana de volar puentes y fábricas "? porque cuando se hace una guerra por defender lo propio, no se puede destruirlo porque en ese preciso momento se pierde. La Historia enseña que el tiempo de los hombres es largo y que hay tiempo para todo".
En la segunda entrevista le conocí mejor. En Donosti, frente al mar -me guió certero hasta el malecón desde el cual se veía el claro fondo verde-, y allí, ya entregado su cargo al nuevo lehendakari, aliviado de la tarea que pesó años sobre sus hombros, me habló de la historia de los vascos y el mar. De Elkano, primero en circundar el orbe, que minimizó el Atlántico y acercó el Pacífico. De Urdaneta, primero en encontrar la ruta de regreso de las Molucas a México, mediante un audaz cálculo de las corrientes del Pacífico? de su fe en que la humanidad vasca, pese a las tempestades, encontrará, con tamaña porfía e imaginación, el camino de reivindicación añorado durante siglos. "Como esos navegantes?" repetía el sabio hombre, aferrando sus manos marfileñas a la barandilla, mientras escrutaba con sus negros ojos el horizonte, cerca del viejo poblado de pescadores.
Acertaba sobre el devenir de nuestro pueblo que, luchando contra los rudos vientos y el flujo y reflujo del mar, era como una rosa de los vientos abierta a todas las direcciones, pero en su centro estampado el nombre de Euzkadi, anhelo de persistencia desde el principio de los tiempos. Permaneciendo pero contestando al reto. Mas que hombres, dioses. Porque la inmortalidad no es sino de aquellos que sobreviven a su muerte. Y este pueblo, según su lehendekari zaharra en aquella tarde de hace años, sobrevivió y ha de sobrevivir a sus avatares.
Recuerdo que cerré el libro de notas y le pedí que me recitara el poema que escribió al principio de una hecatombe mundial y por el nacimiento de una criatura. De su portentosa memoria, salieron intactos los versos de aquella noche triste de Europa, de hacía 40 años, donde quizá fue el único hombre que de entre las hogueras de la guerra, pudo vislumbrar la luz de la paz. "La bautizamos en euskara -añadió, exhalando esa risa corta y brusca que era la suya-, porque pese a cuanto nos había pasado y aun iba a suceder, creíamos en la identidad vasca." Tal era su fe. Y fue testimonio.
* Concejal de NaBai en Eguesibar