POR los cuernos tomó el Parlament catalán la iniciativa legislativa popular (ILP) de instar a la prohibición de las corridas de toros. No de los correbous, con animales semejantes en el Delta del Ebro, en algunos casos con bolas de fuego, porque pertenecen a la cultura propia.
El caso es que, en la votación definitiva y en pleno, se adoptó el veto a las corridas por mayoría absoluta de 68 de los 135 diputados, con nueva abstenciones y tres ausencias anunciadas para no participar en la fiesta. Las reflexiones que automáticamente se producen son numerosas. Por ejemplo: los dos principales grupos, de Convergencia i Unió y socialista, concedieron en este caso libertad de voto a sus miembros. La pregunta es por qué para este asunto, y para ningún otro (con la excepción de CiU en el caso del aborto), ni en el palau de la Ciutadella, ni en la Carrera de San Jerónimo.
Otra: las iniciativas populares recientes de la ciudadanía catalana en su legislativo no han sido muchas, pero sí importantes. Objetivamente, mucho más que ésta. Un número similar de firmas avaló la petición de convocatoria de consulta o referéndum sobre la autodeterminación, por otra parte dos veces reivindicada por el mismo Parlament (como por Euskolegebiltzarra), y también por mayoría absoluta. Pero se desestimó, por no saltarse el marco de la sacrosanta constitucionalidad.
Más de tres veces más avaladores obtuvo otra propuesta (más de medio millón de firmantes) a favor de las selecciones deportivas catalanas. En ese caso, se cambió la ley (autonómica) del deporte. Con efectos nulos, ante la legislación española conocida.
Por otra parte, se veía venir, y nadie defraudó, la conversión del asunto en un choque de nacionalismos, una vez más. Inútilmente el presidente Montilla salió a una rueda de prensa improvisada para negar razones políticas, dejar claro que él no había votado contra la prohibición, y pedir respeto tanto a la decisión parlamentaria como a los aficionados a la fiesta. Igual de inútil fue la explicación del líder de CiU, Artur Mas, que apoyó la prohibición por "conciencia personal" (animalista) y porque el país (la nación ilegalizada) sea "un poco mejor". O la referencia de Josep Rull, diputado del mismo grupo en la explicación de motivos, cuando recordó que el rey Borbón español Carlos III ya prohibió los toros, y se mostraron en contra figuras eximias de la cultura española como Antonio Machado, Lope de Vega, o los Nobel Ramón y Cajal y Jacinto Benavente "nada sospechosos de catalanismo".
Los que de verdad, en medio mundo, centraron el asunto en la defensa y protección de los derechos de los animales, celebraron la decisión: ecologistas, verdes y políticos como la diputada del partido de Sarkozy, Muriel Marland-Militello, promotora de una proposición en el mismo sentido en la Asamblea Nacional del otro Estado vecino, que lo celebró y dijo que la resolución de Barcelona "debe inspirar al Parlamento francés".
Claro que los protaurinos de las ciudades taurinas del sur del hexágono no piensan ni dicen lo mismo, Autoridades regionales y departamentales ya acudieron al debate catalán en defensa de los festejos que consideran de tradición popular catalana y los protaurinos que se manifestaban delante del Parlament lo hacían con senyeras, una de ellas la independentista de la estrella blanca sobre fondo azul.
El caso es que, como tantas otras veces, la decisión de la mayoría de representantes legítimos de los catalanes puede volver a quedar en nada. La presidenta del PP, Alicia Sánchez Camacho, ya ha creído encontrar el camino: una ley del Congreso español que declare la fiesta de interés cultural nacional, de manera que no pueda ser prohibida en ningún lugar. Proyecto que se apresuró a hacer suyo (si no lo había inspirado) el jefe máximo, Mariano Rajoy, para que se retrate el PSOE en la cámara. Respecto de la prohibición idéntica, vigente en Canarias, a propuesta de su compañero de partido Miguel Cabrera, que se mostraba satisfecho por la extensión de la medida en Catalunya y auguraba que antes de cien años (largo nos lo fía) se aplicará en todo el Estado.
Decíamos que, desde la España más o menos profunda, la cosa se tomó como una negación más de los catalanes de cualquier cosa española. Así lo señalaron gentes del toro, dirigentes autonómicos, y hasta el corresponsal de The New York Times, desplazado para la ocasión desde su sede habitual en Madrid, como no hizo cuando el Estatut, según reconoció explícitamente.
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