El hedor a sangre seca en Gaza no conmueve a la diplomacia europea. Lo que empezó como una escalada militar se ha convertido en un genocidio retransmitido en directo, y Europa ha vuelto a llegar tarde. Otra vez. Como tantas veces. Tarde para impedir, para condenar, para hacer algo más que firmar comunicados que no salvan ni una vida, porque Gaza es hoy un cementerio a cielo abierto. Hospitales convertidos en escombros, escuelas bombardeadas, niños sacados de debajo de montañas de hormigón con las uñas. Las cifras hablan por sí solas: decenas de miles de muertos, la mayoría civiles. Sin embargo, Europa ha preferido mirar a otro lado mientras Israel ejecuta una campaña de aniquilación que nadie puede maquillar con ese eufemismo llamado “autodefensa”. El mismo continente que se fundó sobre la promesa de “Nunca más” tras el Holocausto, ahora calla cuando otro pueblo es cercado, aislado y masacrado. Lo que vemos en Gaza no es una guerra sino un castigo colectivo. Ese silencio atronador de Ursula von der Leyen, rápida en condenar a Rusia pero lenta, lentísima, en exigir un alto el fuego a Israel. Europa tiene peso político, influencia económica y capacidad diplomática, pero falta voluntad. Porque condenar a Israel cuesta más que condenar a cualquier otro. Por la presión. Por los intereses. Por miedo a incomodar a Washington. O porque, en el fondo, hay vidas que duelen menos.
- Multimedia
- Servicios
- Participación
