No trago a los grafiteros. Su afán por dejar huella con su firma no refleja más que una personalidad ególatra que tendrían que mirarse con un psicólogo. Viene a colación esta reflexión por la cada vez mayor presencia de estas pintadas en todo tipo de superficies públicas. No respetan nada. Ni trenes, ni paneles antirruidos, ni muros de edificios, hasta en las protecciones laterales de las autovías, como las recientemente mancilladas en los trabajos que aún se llevan a cabo en el intercambiador viario de Basauri. Tampoco las obras de arte murales realizadas por artistas reconocidos, como las que embellecían en la A-8 las paredes generadas con la construcción de los nuevos accesos a San Mamés. También han caído bajo su hambre protagonista. Es cierto que durante un tiempo permaneció virgen la mayor obra pictórica mural diseñada por una sola persona en todo el mundo. El bilbaino Jorge López de Gereñu, su autor, esperaba allá por 2012, cuando se estrenó la infraestructura, que se respetara su obra. No ha sido posible. En cuanto uno de estos chiflados dejó su impronta encima del bello mural de colores verdes y marrones abrió una veda tácita para que Ske, Iglo, Fape, Ekia, Meko, Rapaz y otros compinches con spray quisieran ser inmortales a su manera. Que sepan que no lo consiguen. Nadie recuerda sus nombres, solo son borrones inconexos, manchas inútiles que, eso sí, generan grandes gastos públicos para su limpieza.