Nos hemos estropeado definitivamente. Y esta vez no podemos culpar a un virus. Ni siquiera a un semejante distinto, como hemos hecho siglo tras siglo para desatar lo peor de lo peor de esta especie a la que alguien, en el colmo del desatino, tuvo la ocurrencia de llamar humanidad. Además, tiene mala pinta, no hay vacuna que oponer a la autodestrucción que nos empeñamos en llevar a término, como si la vida, esta vida que, unos mejor y otros peor, malvivimos, fuese un electrodoméstico con la obsolescencia programada. Basta con releer las noticias. Guerras aparte, que son como las cicatrices por donde supura el mal y hay unas cuantas repartidas por el mundo (no, no se limitan a las televisadas de Ucrania, Líbano y Gaza), y aun si dejamos a un lado desastres climáticos y catástrofes que lo mismo suceden en Valencia que en Florida o en África Central, los síntomas de la degeneración son de una evidencia abrumadora. Y no solo porque Trump vuelva a gobernar la que aún sería la primera potencia política, económica y militar del planeta. Doy tres ejemplos (y hay miles): Alemania, potencia europea, analiza cerrar centros de salud para evitar la quiebra de su sistema sanitario; niños de menos de 14 años se matan a tiros en México, Tailandia... y aquí cerca, en Castro; la cumbre por el clima se celebra en Azerbayán, dictadura productora de gas y petróleo. ¿Ven? Algo no nos funciona. Y no, no tenemos arreglo.