Que el triunfo de Trump no oculte la verdad. Siquiera trece días después. Efectivamente, la naturaleza desatada en catástrofe es irrefrenable, imprevisible. Nadie lo pone en duda. Pero cuando los efectos de ese comportamiento imprevisible de la naturaleza alcanzan magnitud trágica y criminal siempre tiene cómplices, colaboradores necesarios. En Valencia, en pueblos como Benetússer, Aldaya, Chiva, Paiporta, Pincanya, Sedaví, Catarroja... y en el sur metropolitano, en barrios como La Torre y Castellar, que se han convertido en dramático centro de la mortal dana que ha asolado el levante peninsular, viven 325.000 personas, un habitante por cada 67 m2. Son 2.200 hectáreas en las que se levantaban 75.000 viviendas, el 90% contruidas en los 70 del pasado siglo, más de 20 años antes de que en 2003 se aprobara un plan de prevencion de riesgo de inundaciones. Es un área densamente poblada, en la que han proliferado además polígonos industriales, que separa el río Turia de la Albufera y que está atravesada por el barranco o rambla del Poyo o de Chiva, cuyo encauzamiento sigue pendiente desde que se proyectó (150 millones) en 2007 ante el evidente riesgo de destrucción que suponían las riadas e inundaciones en la zona. Y es ahí, en esa franja desde Bunyol hasta la Albufera, donde desemboca la rambla, en la que se ha concentrado el desastre. Y decenas y decenas de muertos. ¿La naturaleza? No solo.