No he podido comprobarlo con mis propios ojos desde el espacio en una de esas excursiones que organiza Elon Musk, pero tengo casi la certeza de que el globo terráqueo es un balón –dudo que reglamentario porque un día se pincha por Ucrania y otro por Líbano– que condiciona la vida de muchos, demasiados, desde que nacen y les esperan en su cunita un chupete y un body de uno u otro equipo de fútbol. De ahí en adelante, o pasan por el arco de la portería y sus padres piden un préstamo para sufragar los 600 euros que, según estima la OCU, cuesta la colección de cromos de turno o tienen muchos boletos para ser los raritos, primero en el patio y luego en el txoko o en la reunión de expertos de los lunes a pie de impresora o expendedora de sándwiches. Por asistir a según qué encuentros en según qué competiciones cuela ausentarse lo mismo a una boda que a un funeral, a una jornada de inventario en el trabajo o a una cita de Tinder. No tengo claro aún si se puede alegar partido de fuerza mayor para escaquearse de la reunión sobre el cambio de ascensor de la comunidad o para eludir presidir la mesa en las elecciones, pero de no ser así, serían los últimos escollos. Resignados, el resto se unen al enemigo para celebrar los triunfos locales y soportan estoicos el monotema. Hasta que llegan los vándalos, sean de donde sean, y les tocan las pelotas en sentido figurado. Ya que habitamos en una bola, al menos que esté ultralimpia.
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