COMENTABA hace unas semanas una amiga lo rápido que pasa el tiempo y cómo la edad de los hijos es la madre de todas las referencias en ese sentido. Es posible esquivar las arrugas, los achaques y aparentar diez años menos –o al menos creer que es así–. Pero el reloj de las etapas que quema sin tregua la descendencia no engaña. Preguntaba recientemente una compañera del periódico cuándo empiezan a dormir de un tirón las criaturas y mi respuesta no fue la más reconfortante: lo peor es que, según van pasando los años, las preocupaciones son más serias, piensas en su futuro y, de forma cruel entiendes que no se trataba de plantar un árbol y esperar a que creciera. Todo esto lo digo porque acaba de empezar Aste Nagusia y la relación con Marijaia ha pasado a una nueva etapa. Otra dimensión. La actualización de las fiestas este año no mola. Porque uno se acuerda de cuando era adolescente y más inconsciente que hoy. Cuando la barrera de acceso al alcohol era franqueable para los menores de edad –¡¡¡ese Marfil y ese Sebas!!!–. Y aunque hay confianza plena en lo que hagan tus hijos, si se añade al asunto la percepción, seguro que injusta, de una mayor inseguridad porque se palpa más diferencia entre la media y los que menos tienen, pues el resultado le lleva a uno a patrullar el recinto festivo a la espera de que la chavalería se comunique, programe el regreso, y después volver a casa con la actualización Aste Nagusia 4.0. l
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