LO de que las mujeres vascas sean las más longevas de Europa, así, pensado en lo que se le da un sorbo a un café, mola. Pero si el trago final es largo y amargo como la vida misma, acumular años, como si nos fueran a dar un bonus extra para el ataúd, va dejando de tener tanta gracia. Obviando las enfermedades incurables e insoportablemente dolorosas, para las que la eutanasia ya se ofrece como vía de escape, hay otras losas, como la de la soledad, que a veces pesan hasta dejar sin aliento y arrugan el alma. Y luego está el cansancio vital. El cuando me levanto no sé ni quién soy. El cuando no me duele esto, me duele lo otro. El estoy harta de tantas pastillas. El qué pinto yo aquí. El para ser una carga, mejor no estar. El ya me podría haber muerto yo antes que tu padre. El qué largas se me hacen las noches. Y los días. El hartazgo de todo. El yo ya no quiero salir. El para qué voy a comprarme una falda o una sartén a mi edad. Total, para lo que me queda. Si cualquier día me encontráis patas arriba. Y la inapetencia. El como por comer. El ya tengo ahí el botellín de agua. El eso ya no me gusta o me sienta mal. El me da miedo por las espinas, se queda muy seco, está muy duro, está muy frío. Y la falta de ilusión. El no se os ocurra comprarme un regalo por mi cumpleaños. El no necesito nada. Nada más que compañía para rellenar tantas horas. Y la losa de su soledad se vuelve culpa y te aplasta.

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