EL otro día me miró una niña de dos años en el parque y por unos instantes añoré aquella etapa de la crianza, libre de reyertas por los móviles y la hora de acostarse. La enajenación mental fue transitoria. En cuanto empezó a jarrear y me vi atrapada, en un soportal y contra mi voluntad, en una conversación sobre quitar pañales, se me pasó la melancolía del tirón. “Yo le pongo el orinal en la sala y lo mira como las vacas al tren”, decía una. La compadezco. Aunque a mí también me dejaría perpleja ver a mi madre plantando un taza de váter frente al televisor. “Lo importante es respetar los tiempos de cada niño”, sentenciaba otro, que tenía pinta de haberse leído todos los manuales de padres y estar suscrito a una docena de blogs. A este pobre, si aún se cree que la teoría le va a servir para algo, le compadezco todavía más. “Eso lo puedes hacer si no te presionan los colegios”, comentaba otra. Esta sí que sabe. Seguro que no es primeriza y le han torcido el morro más de una vez. Me dio tal pereza y tal estrés recordar aquellos mochilones llenos de ropa de repuesto como para poner un tenderete y aquellas carreras hacia los baños y los árboles con los críos agarrados por los sobacos como si fueran bombas de relojería o aspersores que me sentí inmensamente afortunada por tenerlos creciditos. Y eso que se comunican como bebés, con bisílabos: gu-gu, ta-ta, no sé, sin más, vale, joé. Qué pena no poder retirarse de padres, como Federer, al menos lo que dura un set.

arodriguez@deia.eus