ANDA el ligamento de su rodilla derecha tan artrósico, dolencia con la que empatizo, que no está el Papa Francisco para genuflexiones y hasta sopesa renunciar. Si algo caracteriza su pontificado es su propósito de bajar a la calle para acercar a la plaza del pueblo esa especie de fortaleza llamada Iglesia, que intramuros guarda demasiados muertos en sus armarios. Aunque para ello lleve toda una década haciendo acto de contrición purgando las fechorías de su colectivo. Un repaso a la hemeroteca muestra a Bergoglio, cual Phileas Fogg, pidiendo perdón de la Ceca a la Meca: a los indígenas canadienses por los abusos sufridos en los internados católicos, por los pecados de la conquista de América, a la comunidad gitana por su discriminación y maltrato, por los innumerables escándalos –ergo, delitos– en el Vaticano, por el genocidio de Ruanda, por los cristianos que miran hacia otro lado... Avisaba el sacerdote inglés George Herbert que “aquel que no perdona a alguien destruye el puente sobre el cual tiene que pasar él mismo”. Pero además del perdón, que se debe dar “setenta veces siete”, como requería Jesús; las víctimas, en su derecho, exigen actuación por mucho que uno se vista de entrañable misericordia, bondad, humildad, paciencia y mansedumbre. Que la peregrinación penitencial no sea solo un tour low cost. Y que el perdón, que no cambia lo que sucedió, sí transforme lo que está por venir.

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