UDO que, dada la humareda, lo que me ha cambiado el careto y lo puesto que iba el personal, alguien me reconozca. Pero, por si había algún ser sobrio que aún no se haya extinguido, confieso que he sobrevivido a los conciertos de punk en el gaztetxe, donde si no te tiraban un katxi por encima de un empujón, te planchaban un pie con una bota militar o te reventaba los tímpanos con su voz cazallera el propio cantante, por llamarle algo. Si te tocaba junto al altavoz, el pitido te duraba hasta el fin de semana siguiente. Y, encima, ni siquiera podías corear porque, entre que el sonido era malo y que no pronunciaban, no reconocías las canciones. Eso presuponiendo que no tocaran todo el rato la misma. Gajes de la juventud. Por lo menos entonces había un respeto. Si desde el público lanzaban un vaso al escenario, algún integrante del grupo correspondía con un escupitajo. O viceversa. No como ahora, que vas a ver a José Sacristán interpretar una obra de Delibes, el actor se deja el alma y la piel y en el patio de butacas todo es un incordio. La que llega tarde y te arrea al pasar con el bolso en la nariz, si te quedas sentado, o te taladra un pie con el tacón (prefiero mil veces la bota militar). Los ataques de tos y sus réplicas, que fastidian lo mismo que los niños que solo se mean cuando empieza la película. El que desenvuelve un caramelo y parece que está haciendo el acordeón con un celofán. Y el móvil que suena en una pausa dramática. Eso sí que es un drama.

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