L 25 de diciembre de 1914, en plena I Guerra Mundial, soldados de ambos bandos, imbuidos del espíritu navideño, decidieron no combatir, salieron de sus trincheras, se intercambiaron regalos con el enemigo, cantaron al unísono villancicos, enterraron juntos a los muertos y jugaron partidos de fútbol. El arrebato del buenismo, un siglo después, sigue teniendo fecha de caducidad. Tampoco la demoledora y persistente pandemia nos ha cambiado, como pensaban los ingenuos, una vez transcurran estos días de solidaridad y perdonar pecados, actos de fe prefabricados por la mercadotecnia y el consumismo en tiempos de extinta religiosidad. No vengo yo a robarles la Navidad como pretendía El Grinch, y si prefieren no bajarse de la nube y seguir a pies juntillas el cuento, ¡adelante! Pero uno tiene edad como para no comulgar con ruedas de molino. Les quiero el 7 de enero, día en que yo sí empezaré a disfrutar de asueto mental y, si el bolsillo lo permite, de las rebajas, con ese rol de entregarse al prójimo y percatarse de lo verdaderamente trascendente, olvidando guerras de guerrillas y enojos forjados en la sinrazón. Y el 11 de marzo, el 14 de mayo o el 30 de septiembre. La alegría impostada es el peor de los placeres. Afánense en exhibirla cuando degusten, en cualquier época, esas gambas de Huelva que mañana tratarán de pasarle a alguien por el morro, y no se hagan trampas al solitario enseñando dientes a lo Pantoja. Les dejo, que me quedo sin besugo...

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