I soy erudito en el séptimo arte como para hacer una crítica ni la intención es discernir sobre las entrañas de aquello que nos regó de sangre inútil durante décadas. Uno fue a ver Maixabel porque somos dados a comprobartodo lo que convierten en fenómeno y para repasar un relato con el que quienes nos dedicamos a contarles cosas estamos familiarizados. No así quien me acompañaba ni, probablemente, la mayoría, y no solo esa generación de jóvenes a la que, coincidiendo con el décimo aniversario del fin del terrorismo, le preguntas sobre ETA, los GAL, Miguel Ángel Blanco o Lasa y Zabala, y les suene a libros amarillentos que no ha versionado Netflix. Para mi sorpresa, hay quienes les doblan la edad y tampoco saben de la Vía Nanclares y sus encuentros restaurativos; ni que años atrás Aznar autorizó contactos con una banda a la que llamó Movimiento de Liberación Nacional; ni qué es la dispersión, la socialización del conflicto o los coetáneos ongietorris; y así un largo y triste etcétera desde todas las vertientes sin caer en la equidistancia. No digamos ya tras el reciente ejercicio de catarsis de la sociedad vasca. Del film en cuestión resaltar la figura de Esther Pascual, mediadora que posibilitó las reuniones entre víctima y victimarios, y la de María Jauregi, el mejor legado de sus padres y que soporta estoicamente chuzos de punta en las redes. Ni su madre ha azuzado al resto de víctimas a seguir su camino -¡faltaría más!-, ni estas pueden obligarle a ella a no hacer lo que hizo.

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