A culpa la tiene la tecnología, que me tiene ojeriza. Por un cruce de bytes la administración central me sitúa de repente viviendo en Burgos, en una plaza sin número. Supongo que en un banco. No les doy pena porque, aunque todo indica que soy una sintecho, me reclaman la renta. Esto lo arreglo yo en un periquete. Llamo a un teléfono de atención al contribuyente penitente. Me sale un contestador con tantas opciones que tengo que rellamar para coger apuntes. Echo en falta una: Si está mentando a mis muertos, marque el 17. Mejor que lo intente por Internet. Hay que registrarse en una web. Puede hacerse con el TurboDNI, el electropin, la e-clave o el megacertificado digital. Intento hacerme con uno de ellos. Relleno un formulario. En una hora doy con una contraseña segura que incluye letras árabes, números chinos y la combinación ganadora de la bonoloto. Inserto el código que me envían por SMS. Escribo el abecedario del revés para demostrar que no soy un robot. Tecleo la clave que me mandan por mail. Bailo un aurresku ante la videocámara para corroborar que no soy un robot. Pongo el PIN que me llega por WhatsApp. Al fin me registro, pero ya no recuerdo para qué. Decido cerrar sesión. ¿Está seguro? Sí. ¿De verdad? Sí. ¿De verdad, de verdad? ¡Que sí! Esto es peor que una despedida de enamorados. ¿Me quieres? Sí. ¿Seguro? Sí. Dímelo. Te quiero. ¿Cuánto? Mucho. ¿Solo? Infinito. ¿De verdad? ¡Basta ya! Me rindo, soy un robot. ¿De cocina o aspirador?

arodriguez@deia.eus