ECUERDO haber disfrutado de vacaciones porque en la entrepierna aún asoma una línea divisoria fruto de una sensata y pronunciada exposición a la vitamina D, literalmente tirado sobre la toalla. También porque el móvil no deja de escupirme todo tipo de imágenes en las que uno aparece casi como Dios le trajo al mundo. "¡Que no se percibe la profundidad! ¡Que está mal encuadrada! ¡Que la has hecho a contraluz!". Habrá escuchado cualquiera de estas sugerencias si viaja con alguien empeñado en inmortalizar instantes que uno no necesita almacenar en su smartphone como si el cerebro fuese incapaz de memorizarlos. Más aún si de lo que verdaderamente disfruta es de la compañía y de un entorno paradisiaco. Ni se me daba bien el dibujo técnico ni he sentido nunca atracción por la fotografía, por mucho que a los periodistas se nos exija ahora lo de ser orquestas que valen para todo. Es como cuando alguien se pone a grabar actuaciones en mitad de un concierto echando a perder ese momento mágico por las ansias de guardar un recuerdo. No les digo ya si, para colmo, hay que subirlo de inmediato a eso tan de moda que se llama Stories y hay que ponerle localización y hasta musiquita. Todo con tal de fardar ante el mundo que uno se pasa el verano como Willy Fog. Les confieso que he sucumbido a la idea de guardar una huella material que el día más necesario te saque una sonrisa. Pero sigo pensando que los recuerdos más maravillosos seguirán en mi cabeza.

isantamaria@deia.eus