OS niños son un precioso tesoro. Debiéramos esforzarnos en hacer sus infancias felices, alejados de la crueldad del mundo y llenarlos de gestos afectivos que muchos progenitores no son capaces de ofrecer. Pero a los niños y niñas no solo hay que amarlos, también hay que protegerlos, su niñez será la peana de su vida adulta, esa base del camino empedrado de la vida. La novela de Harper Lee habla de aquellos que en su naturaleza jamás serán una amenaza. "Los ruiseñores cantan para alegrarnos (...) no hacen más que derramar el corazón, cantando para nuestro deleite. Por eso, es pecado matar un ruiseñor". Pero la vida arrebatada de los niños no es un arcoíris de ruiseñores, ni un mar azul de sirenitas o pescaítos. Cuánto deseamos consolarnos convirtiéndolos en seres alados fantásticos y sacudiéndonos así , por insoportable una vez perdidos, su condición tan humana como vulnerable. Los niños y niñas del primer mundo también mueren violentamente; en el Estado ya suman 40 desde el año 2013, una cifra que dibuja los casos más extremos, los del resultado de muerte; luego están los abusados, los agredidos, abandonados, los maltratados física y psicológicamente. Que sean niños y niñas no debe infantilizar sus terribles asesinatos porque nos arrope un sueño que modula, solo para nosotros, la pena de a dónde irán y cómo se fueron. "Un angelito en el cielo". Gabriel, Olivia, Anna, Rocío, Ruth o José fueron niños asesinados a manos de adultos. Sus muertes no solo tienen causas, también autores. susana.martin@deia.eus